miércoles, 18 de abril de 2018

DE LOS PADRES DE LA IGLESIA A SANTO TOMÁS. SOBRE LA DEFICIENTE MORALIDAD FEMENINA


Bajo el título, De los padres de la Iglesia a Santo Tomás. Sobre la deficiente moralidad femenina, traemos una nueva entrada del profesor Tomás Moreno para la sección, Microensayos, del blog Ancile.


De los padres de la Iglesia a Santo Tomás. Sobre la deficiente moralidad femenina, Tomás Moreno



DE LOS PADRES DE LA IGLESIA A SANTO TOMÁS. 

SOBRE LA DEFICIENTE MORALIDAD FEMENINA



De los padres de la Iglesia a Santo Tomás. Sobre la deficiente moralidad femenina, Tomás Moreno


Evidentemente los Padres de la Iglesia hicieron una teología propia de varones solteros, celibatarios, desconocedores de la mujer, siempre identificadas con el pecado, como herederas de Eva, y hostiles a la sexualidad. Como sostiene Uta Ranke-Heinemann, no llegaron a comprender que la sexualidad, en su sentido pleno, es la dimensión del ser humano contemplado como ser único, total, personal y espiritual; algo más, por tanto, que la mera posibilidad puramente biológica de reproducción.
            Para la teóloga germana católica, la sexualidad no es una propiedad distintiva meramente regional o funcional, sino que es una especifidad originaria del ser del hombre (hembra o varón) y que, por tanto, acompaña al hombre desde su origen primero, desde el cual el hombre es, a la vez, espiritual y corporal. Se trata, pues, de una característica que impregna, de modo peculiar, todas las dimensiones delimitadas del hombre (varon o mujer) y  está esencialmente determinado por ella. No es algo que el ser humano “también tiene” entre otras muchas cosas, sino un modo de ser fundamental, en el cual él es en su totalidad. “Esta característica de la sexualidad, que desborda la dimensión puramente regional, dificulta la descripción definitoria de la masculinidad o feminidad de la persona humana[1].
De los padres de la Iglesia a Santo Tomás. Sobre la deficiente moralidad femenina, Tomás Moreno            Precisamente todo lo que no supieron o pudieron ver esos primeros representantes del mensaje cristiano, obsesionados con “su neurosis sexual siempre creciente” y “con su afán de transformar los laicos en monjes”[2]. En estos textos patrísticos, en efecto, se puede captar una de las raíces de la misoginia cristiana occidental que va unida tanto a esa aversión como a la autoconciencia culpable que tiene el hombre de la imposibilidad de alcanzar el ideal ascético que, imponiendo una inalcanzable renuncia a la sexualidad y a la búsqueda del placer en su relación con el otro sexo, le induce a proyectar sobre la mujer el odio que siente hacia la parte de sí mismo que no sabe, ni puede renunciar a ella.
            Santo Tomás sintetizará, como veremos, el legado misógino aristotélico y patrístico. El sabio dominico se sitúa a este respecto muy cercano estas posiciones, dado el peligro que para la integridad moral del varón representan las mujeres, al ser las mujeres más imperfectas que el hombre, no sólo en el cuerpo sino también en el alma, “por tener menos firmeza de juicio están más inclinadas o son más proclives que los hombres al pecado de incontinencia” (Sum. Theo. II-II q. 56 art. 1)[3]. Ante la atracción irresistible que sus encantos pudieran significar para los varones[4], el célibe dominico se plantea con toda seriedad la siguiente objeción: “Deben evitarse las ocasiones de pecado. Ahora bien, Dios preveía que la mujer había de ser ocasión de pecado para el varón, por tanto por qué debía haberla creado”. A la que responde: “Si Dios hubiera quitado del mundo todas las cosas que sirvieran al hombre de ocasión de pecado, quedaría imperfecto este mundo. No es justo destruir el bien común para evitar un mal particular, sobre todo dado que Él es poderoso para ordenar todos los males al bien” (Sum. Theol., I, 92 1, ob. 3).
De todo ello, Tomás de Aquino derivará una serie de corolarios de índole moral. Como ser deficiente y anclado en cierta manera aún en el estado del niño, la esposa, infantilizada, está
De los padres de la Iglesia a Santo Tomás. Sobre la deficiente moralidad femenina, Tomás Moreno
capacitada para parir, pero no para educar a los hijos. La educación espiritual de los hijos sólo puede ser llevada a cabo por el padre, pues él es el guía espiritual. Por eso es que “en modo alguno basta la mujer” para la educación de la prole, sino que el padre es más importante que la madre para la educación. Por su “inteligencia más perfecta” sólo él puede “adoctrinar” mejor la inteligencia del niño; y, como consecuencia de su “virtus” más robusta” –virtus significa tanto “fuerza” como “virtud” moral- está en mejores condiciones para “mantenerlos a raya” (Sum. contra Gen. III, 122). Por otra parte, a causa de su “mente defectuosa”, que, además de en las mujeres, “es patente también en los niños y en los enfermos mentales”, el derecho canónico medieval, por ejemplo, no admitiría por ello la validez del testimonio de la mujer, la mujer no era admitida como testigo en asuntos testamentarios no podía proporcionar un testimonio jurídico válido (Sum. Theo. II-II q. 70 art. 3)[5].
José Antonio Marina nos ofrece una especie de micro-monografía sobre el auténtico peligro moral que la cercanía y presencia física de las mujeres puede provocar en los varones, de la que seleccionamos estas prescripciones monásticas y consejos ascéticos (que constituyen una verdadera antología del disparate): Según Tomás de Aquino las mujeres “no tienen sensatez suficiente (rubor mentis) para resistir la concupiscencia”, Sum. Theo., II-2, q. 149, a.4). Tomás de Kempis: (La imitación de Cristo, I, I, c. 8. 1) aconsejaba “No tengas familiaridad con ninguna mujer, más en general encomienda a Dios a todas las buenas”. San Alfonso se preguntaba qué debía hacer una mujer (más bien “puella”) si prevé que saliendo a la calle puede ser causa de pecado por razón de su belleza. Casuísticamente distingue entre salir a la calle para cumplir obligaciones (por ejemplo, la misa) o salir a la calle sin necesidad de una obligación grave; la solución moral es distinta en un caso y en otro (Theologia Moralis, I. II, tract.III, n. 53). En 1330, el franciscano Álvaro Pelayo, de origen español, penitenciario mayor de la corte de Avignon, redacta, a petición de Juan XXII, el tratado De planctu Ecclesiae (El llanto de la Iglesia), en el que expone “los ciento dos vicios y fechorías de la mujer”. Al menos no eran infinitos, añade con irónico gracejo J. A. Marina[6]. (Cont.)

TOMAS MORENO








[1] Uta Ranke-Heinemann, Eunucos por el reino de los cielos, op. cit. La reflexión cristiana feminista está desarrollando hoy una importante teología del cuerpo en esta misma línea, de la que fue pionero el teólogo mártir alemán Dietrich Bonhoeffer en su emblemática obra Ética. En un capítulo titulado El derecho a la vida corporal critica, por no cristiana, la concepción idealista que considera el cuerpo como un simple medio para la consecución de un fin y, por tanto, renuncia a él una vez que ha logrado su fin. Para el cristianismo el ser humano es un ser corporal, y el cuerpo posee una altísima dignidad. Distanciándose de la doctrina aristotélico-tomista, Bonhoeffer afirma que la corporeidad es la forma de existencia del ser humano querida por Dios y que a ella le corresponde una finalidad en sí misma. El cuerpo, por tanto, tiene su propia finalidad. El teólogo protestante alemán considera el goce derecho fundamental de la vida y lo argumenta de esta guisa: cuando se priva a una persona de las posibilidades de los goces corporales, se produce una injerencia inaceptable en el derecho original de la vida. El derecho al goce corporal no tiene por qué subordinarse a otro fin superior. El cuerpo es “mi” cuerpo y me pertenece. Por tanto, sigue razonando, atentar contra él constituye una intrusión en mi existencia personal. ¿Y la sexualidad? No es, para Bonhoeffer, sólo un medio para la procreación de la especie, sino que, independientemente de esta finalidad proporciona el goce por el amor de dos personas entre sí. Es un cauce privilegiado de comunicación interhumana. El cuerpo constituye la mediación necesaria entre los humanos para el encuentro con Dios. La felicidad, en fin, es un derecho irrenunciable de toda persona que ninguna religión puede reprimir.” Citado en J.J. Tamayo (op cit., p. 182).
[2] Ibíd, pp. 127-139.
[3] El Martillo de las Brujas ve más tarde (1487) en este estado de cosas la razón por la que se dan más brujas que brujos (I q. 6).
[4] El sabio y casto dominico llega incluso a decir que un padre no debe sonreír a su hijas por temor a que ellas lo tomen por una incitación a pecar contra la castidad (Sum. Theo. II-II, q. 114, art. 1).
[5] El derecho canónico prohibía a la mujer hacer de testigos en asuntos testamentarios y en procesos criminales; en los restantes casos se les admitía como testigos.
[6] José Antonio Marina, “El rompecabezas de la sexualidad”, p. 302; concretamente véase la nota 277 de este libro: “Micromonografía. La mujer, peligro moral. (Véanse también pp.181-186 del mismo). El más grave es su infantilismo  la mujer es crédula, se deja llevar por las apetencias, es tan voluble como un niño, por eso no puede tener autonomía y debe estar siempre bajo la tutela del hombre. Frente a la racionalidad del varón, ella es un hervidero emocional. San Bernardino de Siena aconseja a los maridos que obliguen a sus mujeres a fregar diez veces los mismos platos: “Mientras las mantengas activas no se quedaran asomadas a la ventana, y no se les pasará por la cabeza unas veces unas cosas y otras otra.” El consejo no está muy alejado de las creencias rurales de la Grecia actual. Las mujeres decentes deben preparar comidas muy trabajosas, que las tengan ocupadas, apartándolas así de la liviandad. Una comida preparada con rapidez se llama “comida de prostituta”: tis poutanas to fai.




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