sábado, 20 de agosto de 2016

DEL NIHILISMO Y EL HORROR A LA MUERTE EN LA ILUSIÓN DEL EGO COMO VANO ELEMENTO DE PERPETUIDAD

Para la sección, Pensamiento, del blog Ancile, traemos, a colación de temática a propósito de la temática del alma, la entrada titulada: Del nihilismo y el horror a la muerte en la ilusión del ego como vano elemento de perpetuidad.



Del nihilismo y el horror a la muerte en la ilusión del ego como vano elemento de perpetuidad. Francisco Acuyo







DEL NIHILISMO Y EL HORROR A LA MUERTE
EN LA ILUSIÓN DEL EGO COMO VANO
 ELEMENTO DE PERPETUIDAD







QUE el constructo del ego, ante la transitoriedad e inevitable sufrimiento en la vida, y el vehemente y vano empeño de su duración e incluso la ilusión de su inextinguible potencia,  sea uno de los elementos más evidentes de la visión nihilista del mundo (con las consecuentes reacciones pesimistas ante la tozuda realidad de lo efímero de aquél –del yo, trazado a hierro y fuego por nuestro pensamiento), así también sea añadido el temor -horror vacui- hacia la muerte, que se alza como el primordial impedimento de aquella realización o deseo de duración estéril e ilusorio de la perpetuidad del ego.

Del nihilismo y el horror a la muerte en la ilusión del ego como vano elemento de perpetuidad. Francisco Acuyo                Si hacemos una reflexión sobre la cuestión de la angustia vital ante la aparente sordidez de la muerte, y si atendemos a las culturas ancestrales de la humanidad al respecto, no deja de causarnos extrañeza el hecho de aquellas culturas primitivas reflejaran mucho más terror a los muertos que a la muerte en sí, como acontecimiento personal. La creencia en el alma, en el espíritu, en la vida más allá… diríase que en cierto modo protegía contra el hecho inevitable de nuestra extinción. Mas al andar el tiempo, la titubeante descreencia al inicio de las primeras civilizaciones hacia el más allá, diríase pretender convertirse en una protección ante aquel horror de otro mundo más allá de los trajines cotidianos y el crecimiento de nuestro ego. Acaso, como inicial consecuencia de la pérdida del temor al mundo de los muertos, advino el horror a la desaparición propia. Pero, ¿qué tememos de algo que en modo alguno conocemos? A lo más que llegamos es a la observancia de la muerte del otro. En modo alguno entendemos qué es la muerte personal. Entonces, ¿de qué tenemos temor? Mucho se ha dicho entorno a esto, poco o nada sabemos al respecto. El miedo deviene, tal vez, como
temor a la pérdida de lo que sí sabemos que tenemos y que inevitablemente será irrecuperable (bienes, personas amadas, nuestro propio acervo personal expreso en cultura, expectativas de crecimiento personal, de proyectos de la más diversa índole…).

                El positivismo materialista hubo de resultar el golpe de gracia a cualquier tipo de creencia más allá de los límites de la materia. Los nihilismos camparon por sus respetos y el miedo a la muerte acabó por situarse como algo irracional. Si el alma ha muerto (como Dios mismo), la conciencia, como epifenómeno material biológico del cerebro cierra cualquier atisbo de entendimiento de aquella, evidenciando un claro desconocimiento de lo que conciencia sea  y la pérdida de esta qué puede significar. Hasta el momento no he hecho más que describir de manera muy general y apresurada el hecho incontestable de nuestra ignorancia ante, no sólo el misterio de la conciencia, también de la decadente realidad –insoportable para muchos- de nuestras sociedades modernas. Aquel sentimos y notamos que somos inmortales de la ética de Spinoza[1], no es más que una ilusión sin fundamento. No hay alma, no hay espíritu inmortales, luego todo es un producto de mentes supersticiosas y primitivas, o, de calenturientos pensamientos moldeados por religiones y, por tanto, sin fundamento científico. Sin embargo, el anhelo de la inmortalidad es el deseo entre los deseos, el anhelo metafísico por excelencia[2].

Del nihilismo y el horror a la muerte en la ilusión del ego como vano elemento de perpetuidad. Francisco Acuyo                El hombre, ser racional, que ha desarrollado el lenguaje, con conciencia (aunque no alcance a entender muy bien qué significa), capaz de desarrollar un elenco simbólico de riquísimo y profundo significado, de imaginar una ética y una justicia y que aspira a la inmortalidad, no obstante, rechaza cualquier atisbo de realidad al alma y al espíritu como soportes de dicha inmortalidad, aun a sabiendas de que el soporte material ha de sucumbir. Sin embargo, hasta la muerte física es difícil de aceptar, ya de desde Demócrito, Hipócrates, trataban de delimitar, pues, sus signos, si es que en [3] Mas, en realidad, ¿qué sabemos de la muerte[4], al margen de los difusos, muchas veces ininteligibles signos biológicos[5]? Al albur de lo que desde la óptica jurídico-forense cabe deducirse, la ausencia de la conciencia es acaso el más valorado signo, en tanto que el cese de la actividad cerebral[6], es el que inviste moral y legalmente de indignidad a una vida sin aquella, partiendo de la base de que la conciencia es un epifenómeno material del cerebro.

                En cualquier caso, los avances tecnológicos y médicos de la actualidad nos han llevado a justificar por la vía de la ciencia la posibilidad de dar pábulo a nuestro anhelo ancestral de inmortalidad,[7] todo lo cual viene a advertirnos que en modo alguno está superada la cuestión de esa ¿irracional? aspiración a ser para siempre. En próximos post daremos cuenta de estos y otros asuntos relacionados.


Francisco Acuyo




[1] Spinoza, B.: Ética, Alianza editorial, Madrid, 1997.
[2] Jankélévitch, V.: La muerte, Pre-Textos, Valencia, 2002.
[3] Bossi, L.: Historia Natural del alma, La balsa de la medusa, Madrid, 2008, p. 406.
[4] De gran interés al respecto sería, Bichat, M.F.X.: Recherches physiologiques sur la vie et la mort, Garnier Flammarion, Paris, 1994. En realidad es desde esta indagación cuando la muerte se relativiza (Foucault, M.: El nacimiento de la clínica: una arquelogía de la mirada médica, Siglo XXI, Madrid, 1999), en tanto que aquella es una sucesión de muertes que llevan al definitivo instante del fallecimiento.
[5] Sería de mucho interés acceder a los signos de muerte medico legales a lo largo de los últimos años y su incidencia en la controvertida ley de la eutanasia y hasta dónde podemos apreciar que exista vida. El cese de actividad cerebral, aun cuando los otros órganos funcionan normalmente, es la prueba, dícese, de una vida indigna, por lo que estará justificada la muerte del individuo. Vemos que la supuesta ausencia conciencia, si es que es hija indiscutible del cerebro, es la que marca la diferencia en la actualidad. Cuestión que atañe tanto a la ética como a la ley que trata de amparar la vida como el bien más preciado.
[6] Véase también, Bossi, L.: pgs.418-426.


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