lunes, 15 de julio de 2013

EL GRAN DOLOR, POR PASTOR AGUIAR

Fascinante relato de nuestro querido y excepcional colaborador Pastor Aguiar, para la sección de Narrativa del blog Ancile, intitulado el gran dolor. Sumérganse y disfruten de tan sugestiva y absorbente narración.


El gran dolor, de Pastor Aguiar, Ancile




EL GRAN DOLOR




El gran dolor, de Pastor Aguiar, Ancile


El dolor le llegó como una mordida fría retorciéndole las vísceras. Era la tercera vez que soportaba aquella comezón por el lado izquierdo de su región lumbar. La contractura lo achicaba por allí, sin hallar posición de alivio. Después la llamarada zigzagueante hacia la vejiga, enlazándole testículos y esfínteres. Correr al baño y no saber si defecar o destilar unas gotas de orine rojizo y ácido. En pocos minutos iba a ser aniquilado.

Pensó en la inyección de Espasmoforte; pero significaba pescarse una vena él mismo, y la picazón por las ingles anunciando el desmayo. La vez anterior había tenido que ir al Hospital a rastras, hasta que le hicieron un bloqueo espinal con Morfina.

Esporádicamente le llegaban retazos de alivio entre los ataques; pero la tensión aumentaba con su lucha en aquel cuarto de lozas verdes y paredes carmelita claro, donde el silencio  parecía deslizarse a través de una clepsidra a punto de explotar.

El miedo le cerraba el paso a los gritos; si lo hacía iba a rebotar  contra los costados calientes de la habitación.

Estaba en el cuarto del fondo con un librero a cada lado, un pequeño escritorio y par de sillas. Trató de andar hasta la puerta hecho un arco, pero se detuvo a medio camino cuando divisó un pequeño ejemplar de Teosofía en uno de los estantes. Un hombre desnudo en postura de loto ocupaba la portada.

Se detuvo al tiempo que otra mordida lo hizo enrollarse. Al minuto se quitó el pijama y se sentó cruzando las piernas por delante, apoyando los antebrazos en sus rodillas.
El gran dolor, de Pastor Aguiar, Ancile


Al fijarse en el libro supo que iba a ensayar una lucha a muerte con el animal que le desguazaba los riñones.

Estaba convencido de que el cuerpo es energía, y que alcanzando su dominio era posible curar enfermedades,  aliviar dolores, mover objetos y hasta influir en los demás. Había sabido de casos desahuciados que se recuperaban gracias a un autodominio absoluto.

Iba a concentrar toda la energía contra el cólico, que ahora era una grampa hundiéndole el costado.

Sí,  pretendía  soportar un cólico nefrítico sin mover un dedo, y para ello se relajó como si los músculos de las extremidades y los hombros le colgaran de los huesos, después cabeza y abdomen. 

Con cada respiración profunda y lenta  se iba relajando más, a pesar del nudo retorciéndole las vísceras.

Sudaba y temblaba en rachas mientras continuaba reuniendo el aire y devolviéndolo suavemente para aumentar el relajamiento. La sangre le pesaba como plomo e inundaba los riñones.

Más tarde el fuego se iría ahogando para dar paso a la lluvia, un aguacero masivo, acariciante, que tomaría posesión definitiva de sus órganos.

La respiración se fue alargando, bajando de tono como un vuelo de ángeles. Sus músculos se deshilvanaban en una masa caliente. Toda la energía del universo desde cada centro vital hacia el nudo, impulsada por una voluntad que había dejado de ser suya.

Percibió un galopar de caballos desde el bosque de sus propios huesos, pero desvió la maldita mente de mono de allí. Nada que lo desviara del proceso de licuarse sería admitido.

Y entonces tuvo la sensación imprecisa de desgajamiento de la mordida, como si de la carne cayeran los dientes y la sangre retomara sus cauces, la sangre plomiza

Fue una percepción que no llegó a la categoría de pensamiento, porque, simultáneamente, ya no era él mismo; era un ser ajeno allí, al alcance de la mano,  y se vio la figura deshabitada, sentada en posición de loto y envuelta en una luz blanca como talco de estrellas.

Había pasado a ser la prolongación incorpórea de aquella luz, organizada en un nivel consciente.

Todo pasaba precipitándose como en un tunel de sombras, por el que se alejaba en retroceso, contemplando su caparazón hasta el último destello.

No hubo sensaciones ni calificativos. Un suave frío estelar del que él formaba parte
El gran dolor, de Pastor Aguiar, Ancile
transcurrió hacia un estado de reposo en que todos los conflictos desaparecieron: Las dudas despejadas, las pasiones inexistentes, para dar paso al goce absoluto de la sola existencia; y supo que este nivel significaba el conocimiento de todas las claves sin palabras que las definieran, la felicidad infinita.

Había cambiado de mundo sin pasar por la muerte. Como si fuera un vigía ubicuo; era ojo en cada suceso. Viajaba un espacio yuxtapuesto al espacio de antes,  con otro tiempo y otro orden, y así existían innumerables espacios; pero no simultáneos ni intercomunicados.

Aquella sensación de fuga hacia su origen, sin perder el contacto totalmente, le causaba, a pesar de la magnitud del goce, un susto de pequeños remolinos agitando espigas aquí y allá.

Ya no veía su cuerpo, ni debía preocuparle. No quedaba dolor, ni sueño, ni hambre.

De pronto, una oscura y remota sensación de su pasada existencia percibió un vaivén como de barco a la deriva, casi agradable.

En aquel transporte tan profundo había penetrado tal infinidad de espacios, que el vaivén apenas estremeció su cuerpo astral, en el momento en que aquí, en nuestra realidad, la señora Rodriguez abrió la puerta  de la calle, dejó la canasta en la sala y penetró hasta el cuarto buscando la ropa sucia, para una vez atada, barrer y trapear un poco, como hacía una vez por semana. Apenas cruzaban dos o tres palabras al mes.

Al entrar en la biblioteca la señora Rodríguez, con el rabillo de un ojo, descubrió la espalda encorvada y la cabeza colgando rumbo a las rodillas cruzadas.

Se detuvo más por curiosodad que por susto, porque de él nada le sorprendía. No obstante, rodeándolo por un lado, vio que sus ojos estaban muy abiertos, y al enfocarlos de frente se horrorizó de encontrarlos vacíos, como sin vida. Las carnes le colgaban, y un sudor de cristal sobre las mejillas y la frente.

La mujer quiso rozarle el hombro a punto de dispararse, y al hacerlo,  el cuerpo se fue sobre un lado sin abandonar la flexión de los miembros que quedaron como alambres. Entonces corrió cuanto la dejaron sus doscientas libras y cincuentaitrés años. El terror le impidió notar que aún la masa estaba caliente, que aunque el pulso no se palpaba, el corazón repartía una   mínima porción de sangre al cerebro y a las vísceras principales, y sus pulmones ventilaban tan suavemente, que el cuello de una virgen no hubiera sentido su roce.

No fue capaz de notar estas cosas y gritó en el policlínico que estaba muerto, y sonó como un planazo en cada oreja.  

El médico recién graduado estaba deseoso de hacer su primera acta de defunción; y la
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enfermera, ociosa a aquella hora, se unió al coro: ¡Un muerto!

Habían hecho el diagnóstico de una muerte en trance telepático, porque aquel disfraz de cadáver, aún vivo en el más sutil reposo en que puede quedar la vida, estaba vacío de Alma.

Llegaron con el funerario, sí, todo tan fácil y nuevo para ellos: Rigor mortis, lividez paradójica; quién sabe si alguna respuesta supra vital de  músculo al pellizcarlo, en fin, muerta la persona que así quedó en una categoría que pudiera resumirse en “el que antes fue fulano de tal”.

Como no concurrió familia, ni noticia hubo de que la tuviera, el entierro se efectuó pocas horas después en el Cementerio  Municipal, en una fosa común, y cubriéndola, un ramo de flores comunes.

Ese había sido el vaivén que percibió su cuerpo astral infinitas plegaduras de espacio hacia dentro del tiempo. Y el hilo de plata, tan delicado y elástico en su lazo con el cuerpo físico, fue como cortado por una enorme espada de sombras de lo pasado y porvenir, en cruce transversal a los pliegues, despegándolo como una vía láctea hacia los orígenes del Universo.

El gran dolor, de Pastor Aguiar, AncileHubo un momento como de velas hinchadas, era el retorno. Se venía de frente y las dimensiones eran un hueco delante de él, hacia el principio de su ejercicio terapéutico.

Como un aletazo de luz se supo inundando el cuarto, ahora polvoriento y sellado, y no encontró el vehículo en que aún deseaba vivir.

Y según había gozado de todos los secretos  de la expansión del Alma libre del cauce de la carne, fue de tremendo el miedo  que lo dejó como en una gran fotografía, fijo en el hueco de aquel recinto, sin poder pasar de largo hacia otras magnitudes. No fue capaz de sacudirse del miedo que era él mismo  para siempre, sin vida y sin muerte.

                                                                       

                                                                                          Pastor José Aguiar.


El gran dolor, de Pastor Aguiar, Ancile

4 comentarios:

  1. Un cuento cautivante, extraordinario. ¡Felicitaciones, Pastor!
    Un gran abrazo agradecido.

    Jeniffer Moore

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  2. Muchas gracias, amigo mío. Para mí es un premio inesperado cada vez que me honras con una publicación en este sitio único, rico en tanto buen material de todo género. Veo mi narración acá y no me parece mía, enriquecida con tan buenas imágenes, con un formato tan atrayente. Yo padecí cólicos nefríticos. No hay dolor mayor que ese, y no porque lo diga yo; lo dice la literatura médica. Quizás de ahí que haya tenido la vivencia en primer lugar como aliciente según contaba. Un abrazo profundo y gracias de nuevo.

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  3. excelente y cautivarte relato...me agarró desde la primera letra.
    un saludos paisano.
    Carlos

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  4. Gracias, mi querido amigo. He sufrido cólicos nefríticos en el pasado, y son de los más terribles dolores descritos en clínica, hasta el punto de que pueden causar muerte. Solo el cólico hepático se le compara. Curiosamente al hepático le llaman "apático", porque la víctima se queda inmóvil; lo contrario del nefrítico, o "frenético", en el que la persona no encuentra una posición de alivio. Por aquella época en al que sufrí esos cólicos, escribí este relato. Un abrazo agradecido.

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