lunes, 22 de abril de 2013

EL DISCURSO A LOS CABREROS O LA UTOPÍA DE LA EDAD DORADA EN DON QUIJOTE (2ª).


Segunda entrada sobre el Quijote en la sección de Microensayos del blog Ancile, titulada El discurso a los cabreros o la utopia de la Edad Dorada en D. Quijote, por el profesor Tomás Moreno. Interesantísismas reflexiones en torno a la obra universal D. Quijote de la Mancha.


La utopía de la edad dorada en Don Quijote 2, El discurso a los cabreros, Ancile




EL DISCURSO A LOS CABREROS O LA UTOPÍA 
DE LA  EDAD DORADA EN DON QUIJOTE  (2ª).




La utopía de la edad dorada en Don Quijote 2, El discurso a los cabreros, Ancile

II. Descripción de la Distopía: crítica del topos existente
Pues bien, frente a este mundo idílico y feliz del pasado áureo evocado por Don Quijote en su Discurso, surge un presente convulso y tenebroso que representa la exacta inversión del mismo, su más perfecta antítesis: la utopía del pasado aúreo ha devenido distopía o cacotopía del presente real y existente, de “lo que es”. Un tiempo de penuria y escasez, una Edad de Hierro que, incluso, ha degradado y pervertido axiológica y moralmente a sus moradores.
            En efecto, lo  primero que aparece, si retomamos el pasaje cervantino, es la tensión entre esas dos antitéticas épocas -“aquella santa edad” y “agora”-, esto es, entre la edad dorada añorada y evocada del pretérito y la edad de hierro vivida en el presente, entre el ideal del pasado y la realidad en que viven tanto el autor como el protagonista del relato: la España de finales del siglo XVI y principios del XVII, el período de la declinación del imperio español, que el viejo Cervantes, nacido cuando todavía reinaba Carlos V, recordaba con una cierta desilusionada añoranza y que ya, en las primeras décadas del siglo XVII, casi había declinado.
            Una España en crisis y decadencia, provocadas por proyectos y empresas utópicas emprendidas en el inmediato pasado, que debilitaron sus fuerzas, arruinaron su economía y dieron al traste con su moral. En un libro de la época, del licenciado Martín González de Cellorigo, el conocido “Memorial de la política necesaria y útil restauracion de la república en España” (Valladolid, 1600), se nos retrata la sociedad española de ese tiempo como sumida en un alucinado sueño utópico del que aun no se había podido despertar: “No parece sino que se ha querido reducir estos reynos a una república de hombres encantados que viven fuera del orden natural”[1].
            Pues bien, en el discurso de Don Quijote se enfatiza ese contraste entre un ucrónico y fantasioso pasado feliz y un presente hundido en la miseria. Pero esa tensión es percibida y vivenciada en el mismo de una manera plástica y candorosamente ingenua e interpretada en clave nostálgica y desencantada:
La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar, ni que fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta (DQ, I, XI).
      Antes, primaba la justicia; ahora, abunda el desorden jurídico[2], moral y económico. En los tiempos pasados la honestidad imperaba; en la actualidad, las doncellas han perdido su inocencia y libertad hasta el punto de que no está segura ninguna “porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste” (DQ, I,
La utopía de la edad dorada en Don Quijote 2, El discurso a los cabreros, Ancile
XI).
      A lo largo de toda la obra, Don Quijote -imbuido de una concepción degenerativa de la historia- va a lamentarse de tener que vivir en tan nefasta y detestable época: “Y así [...] estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es ésta en que ahora vivimos” (DQ, I, XXXVIII). Se ha producido una verdadera, una auténtica inversión de los valores y de las virtudes: “Mas agora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades de oro y en los andantes caballeros” (DQ, II, I). La naturaleza humana se ha degradado y depravado, como declarará más adelante don Quijote a Sancho gobernador de Barataria: “Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra” (DQ, II, XLII).
            Y considera necesario, en consecuencia, restaurar esa sociedad idílica de la aetas áurea. Sólo Don Quijote, en un tiempo que ya se muestra escéptico, escarmentado y desilusionado de tantos proyectos utópicos fracasados, pretende hacerla valer como diana que orienta el curso entero de la flecha de su vida, como aquello por cuya restauración ha de empeñar todas las energías de su invencible ánimo. Para ello Don Quijote ha debido descubrir las razones que daban la felicidad entonces y que, ahora, producen infelicidad y toda una larga serie de desgracias y sufrimientos:
Porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de “tuyo” y “mío”. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar  su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas (DQ, I, XI).
            Bastaría con sólo estas dos razones para explicar la tensión entre lo que fue y lo que es la sociedad: la injusticia no ha desaparecido, pues todavía existe la ley del encaje y la división del “mío” y “tuyo”, y esa es, en última instancia, la clave de todos los males del presente. En esa tensión va implícito -explica Torres Antoñanzas- un tema de claro contenido socio-político, que trasciende el motivo edénico que impregna la totalidad del discurso: el del comunismo de bienes, es decir: el del  rechazo de la  propiedad privada.
      Desde esta perspectiva, para Don Quijote en realidad los gigantes a los que combatir y someter no son esos molinos de viento que encuentra en los campos de la Mancha (DQ, I, VIII), ni los ejércitos a derrotar ese rebaño de ovejas y carneros confundidos por la distancia y la polvareda, al caminar por el páramo castellano (DQ, I, XVIII), ni los miedos a neutralizar los suscitados por esos terroríficos crujidos “de hierros y cadenas”, producidos por los batanes al golpear incesantes sobre los paños (DQ, I, XX); sino
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que los verdaderos y muy temibles enemigos que enfrentar son esas nuevas formas de organización política y económica de la modernidad y del capitalismo incipientes (es decir, la institución Estatal) que la época de Cervantes trae consigo, y que se basaban fundamentalmente en tres pilares indisolublemente ligados entre sí: la economía dineraria, la existencia de un ejército organizado y poseedor de armas de fuego  y una administración por expertos, es decir, una compleja burocracia.
        Es frente a este espíritu calculador y racional de los nuevos tiempos -sostiene J. A. Maravall[3]- y todo lo que significa este nuevo modo de vida -representado por la ciudad moderna preburguesa y de economía dineraria desarrollada, esto es, por la modernidad- contra el que se eleva el sentido íntegro, total, de la(s)  aventura(s) de Don Quijote. La postura que ante esas realidades inquietantes toma el caballero de la Mancha y a la que se da expresión en la obra  de Cervantes es de inequívoca repulsa[4].
            Sin duda, el nuevo hecho económico es decisivo en el tiempo del Quijote. En efecto, según el planteamiento quijotesco, los nuevos usos dinerarios y la pasión por el dinero, son algo sumamente nefasto, pues atacan en conjunto a la virtud. La “aurea fames”, la pasión por el lucro -que sería la gran pasión del Renacimiento- indicaba que ya se estaba incubando en ese tiempo el espíritu del capitalismo. No olvidemos que el ataque a esas formas precapitalistas o protocapitalistas de organización social y económica, movidas por el puro afán de lucro, estaban ya presentes en la Utopía de Tomás Moro y en la Ciudad del Sol de Campanella, que también abominaban de los nuevos usos dinerarios -el primero condenando a la plata y al oro a usos viles o aborrecibles; el segundo, mostrándonos cómo los solarianos emplean el dinero únicamente cuando viajan por tierras extrañas-, y también aparece en numerosos episodios del Quijote.
            Desde que el dinero interviene, ha cambiado efectivamente la moral del combatiente, del caballero. El ejército y las guerras son el instrumento para obtener dinero y saquear o robar lo que se pueda. Para Don Quijote, por el contrario, la conquista del botín en la lucha no es el aliciente que le lleve a combatir por los campos: por eso, en varias ocasiones, lo deja generosamente en manos de su escudero. En el mundo de relaciones de Don Quijote, el dinero tiene muy corto radio:
¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? (DQ, I, XLV).
            Don Quijote se mueve en este aspecto, dentro de la vieja concepción estamental que distinguía tres partes en la sociedad orgánicamente establecida: los que oran, los que pelean y los que trabajan (oradores, defensores, labradores, según don Juan Manuel). Y esa es la forma de vida que Don Quijote trata de resucitar y restablecer: una forma de vida en la que generosamente unos ayudan a otros, nadie hace suyo más que lo que necesita y todo aquello que posee está dispuesto a compartirlo con el prójimo. La voluntaria limitación a lo “necesario” es un presupuesto habitual de todos los planteamientos utópicos, desde el siglo XVI al XIX. 
            Por eso, los cabreros le sustentan sin pedirle nada, y los rústicos que viven apartados entre los riscos de Sierra Morena socorren a los necesitados, y los campesinos acogen al caballero y a su acompañante, en sus fiestas y en sus casas, sean o no hidalgos, con la más dadivosa inclinación. Todos ellos son gentes próximas al estado de la edad dorada, y en la que, por vivirse felizmente en el seno de la naturaleza, no se conocían las detestables formas de la economía monetaria. El pastoreo y la agricultura eran, en la visión del mundo quijotesca, las fuentes de riqueza únicamente lícitas, como también lo eran en las utopías imaginadas por Thomas Moro y Campanella, que prescribían esas mismas ocupaciones productivas a los habitantes de sus ciudades ideales[5]. Nos hallamos, pues, ante una doctrina -la sustentada[6].
La utopía de la edad dorada en Don Quijote 2, El discurso a los cabreros, Ancile
por el ideal quijotesco de la edad dorada- formada por la sublimación de una sociedad de economía agraria tradicional, de base predominantemente rural, que es la que siempre da por supuesta, en su organización de la vida, Don Quijote
            Nuestro caballero de La Mancha reacciona, en tercer lugar, contra un Estado moderno tal como quedó iniciada su traza por los Reyes Católicos, que suponía una administración en la cual un cuerpo organizado de hombres -con una técnica y unos conocimientos adecuados a la práctica de los negocios públicos- pudiera aplicar un ordenamiento jurídico extendido teóricamente a la generalidad y disponer de una fuerza coactiva para hacerlo cumplir.
            La nueva forma de organización política, el Estado, pretende que no haya más poder que el suyo, ni más ley ni más justicia que las suyas. Impone una homogeneidad en la obediencia, aunque no sea de la misma manera a todos -una armonía geométrica, que diría J. Bodin-, y procura eliminar paso a paso todos los privilegios y exenciones, esforzándose por prohibir toda acción particular en el orden de sus funciones.
            En el siglo XVI, en el ámbito del absolutismo monárquico que se va imponiendo, y en general en el pensamiento político de la época, desaparece todo vestigio de la doctrina medieval del derecho de resistencia. Y esto es lo que no acaba de concebir don Quijote.:
¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con tantas preeminencias ni exenciones como la que adquiere un caballero andante el día en que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? (DQ, I, XLV).
            Pues bien, ese a quien llama mentecato don Quijote es el Estado moderno y sus representantes (la Santa Hermandad, organización represiva esencial del Estado, etc.). Sancho le advierte, en el episodio de los Galeotes, condenados por la justicia pública: “Advierta vuestra merced –dijo Sancho- que la justicia, que es el mismo Rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que lo castiga en pena de sus delitos” (DQ, I, XXII)[7].
            Terminado el discurso y puesta de manifiesto la diferencia entre las dos edades, Don Quijote se postula como el adalid de la justicia y de la transformación social, el mensajero de esos ideales caballerescos ausentes en su tiempo. En el caballero que quiere restaurar la justicia, la libertad, la igualdad y la paz en todas las relaciones humanas, una vez se hayan eliminado, las causas y raíces de tamaña degeneración y corrupción.            Es la ambición y el deseo malvado del lucro el que ha conducido la historia a su Edad de Hierro, a la posesión desmesurada y al “mío” y “tuyo”. Don Quijote está convencido de que si ese ideal (de la caballería) se practicase, la edad de oro tornaría y el mundo sería feliz.
            Se trata, pues, de un programa de retorno, de restauración, no olvidemos que su discurso se integra en el marco de una concepción de la historia de carácter degenerativo, cíclico, en el que la perfección se encuentra siempre en los orígenes, en un pasado anhelado, idealizado y mitificado. “Tengamos en cuenta –escribe Maravall- que si Don Quijote ha definido su misión como restauración de la edad dorada –un modo de vida de la sociedad-, también ha dicho que su empeño es restaurar la caballería andante –un modo social de vida del individuo-. Entre ambos tiene que haber un lazo. Entiendo que en la concepción quijotesca, el segundo es camino para el primero”[8].
      El mundo se ha convertido ciertamente en esta Edad de Hierro, en una cacotopía, en el lugar del mal (kakos) y de la infelicidad, pero no todo está perdido, es posible la recuperación del nivel idílico perdido. En un momento determinado don Quijote toma unas bellotas (símbolo natural) que -como en el caso de la madalena de Proust-  le trujeron a la memoria la edad dorada (DQ, I, XI), transportándole vivencialmente al pasado perdido, a la aetas aurea anhelada y añorada, modelo ideal de  su utópico proyecto, al  que aspirar y que realizar. No todo está degradado, no todo está perdido, aun existe la  esperanza de restablecer esa edad Dorada. Mediante ella, Don Quijote pretende clarificar y salvar el mundo confiriéndole un nuevo sentido (Continuará).


                                                                                                      Tomas Moreno




[1] En el referido libro, su autor, critica ya el irrealismo de creer que los problemas españoles fuesen a resolverse mediante las riquezas procedentes de la colonización americana: “Y ansí el no haber dinero, oro ni plata en España, es por averlo, y el no ser rica es por serlo; haziendo dos contradictorias verdades en nuestra España y de un mismo subjecto.” En la España del momento hay demasiada deuda pública basada en los metales preciosos de las Indias, demasiada inflación, a la vez que se incrementan los gastos en las fuerzas armadas que ha de mantener fuera de su territorio. Para los españoles de aquel tiempo “Don Quijote” seguramente fue un texto más crítico y realista de lo que hoy nos parece. Cervantes trató de denunciar o de ridiculizar, vía irónico-paródica de los libros de caballería o pastoriles, los sueños utópicos de sus contemporáneos encarnándolos en la figura de su protagonista, un idealista y utopísta abstracto tan pertinaz y voluntarioso como Don Quijote, y ejemplificando los perniciosos efectos  de sus hazañas y desvaríos en el fracaso de cuantas aventuras emprendía. Su lema debería haber sido el mismo que apenas dos siglos después eligió el inmortal Goya para su Capricho 43: El sueño de la razón produce monstruos. Por eso fue un best-seller en su tiempo, porque los lectores inteligentes y desengañados de aquel tiempo pudieron interpretar fácilmente las alegorías cervantinas: había muchos más hombres “encantados” por los sueños utópicos que los que salían en las páginas de la inmortal novela.
[2] La ley del encaje: la arbitrariedad de los jueces
[3] Cf. el capítulo segundo de J. A. Maravall Crítica de la situación presente de “Utopía y contrautopía en El Quijote”, op. cit. pp. 35-76.
[4] Ibíd, p. 37.
[5]  Ibíd, p. 43. Frente al nuevo espíritu capitalista, los humanistas, tal es el caso de Moro o de Campanella, a quienes mueve ante todo un afán moralizador -aspecto que de ordinario ha sido descuidado al hablársenos de ellos- intentan utópicamente, pero también, regresiva y reactivamente, retornar a un régimen colectivista medieval, correspondiente a un ya fenecido modo de producción feudal, en el cual el dinero era visto con la más desfavorable prevención.
[6] Ibíd, p. 44.
[7] Ibíd, p. 53.
[8] Ibíd, p. 104.


La utopía de la edad dorada en Don Quijote 2, El discurso a los cabreros, Ancile

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