viernes, 25 de mayo de 2012

ALGUNAS APORTACIONES DE GÓNGORA A LA LENGUA DE SU TIEMPO, POR ANTONIO CARREIRA


Del número dos de la Revista Jizo de Humanidades, de entre los varios excelentes trabajos de crítica e investigación filológica y literaria, destaca sin lugar a dudas este intitulado: Algunas aportaciones de Góngora a la lengua de su tiempo, del insigne filólogo e hispanista Antonio Carreira. Sus estudios sobre poetas y escritores españoles son de ineludible referencia, y las ediciones y trabajos sobre el genial poeta cordobés son ya eco que resonará para la posteridad de forma totalmente inevitable. La devoción a tan erudita y meritoria labor por parte de quien suscribe esta brevísima introducción a este trabajo proviene (no sólo del privilegio de gozar de su amistad y preclaro magisterio), sobre todo por haber sido en innumerables ocasiones muy sabiamente conducido en la comprensión y lectura del gran D. Luis de Góngora (así cabe deducirse de: Las obras completas de Góngora, en dos espléndidos tomos en la Biblioteca Castro, la extraordinaria edición de los Romances, en Quaderns Crema, o la imprescindible Antología editada en Crítica y, qué decir de sus Gongoremas, editados en Península; de todos ellos aportamos las correspondientes portadas) –entre otros diversos y completísimos y avisados estudios de necesaria referencia, véase también su edición de la poesía completa de otro de los grandes de la poesía en nuestra lengua: Vicente Aleixandre-; por lo que, como decía, me siento profundo y seguro deudor de tan privilegiada instrucción, sin contar los siempre acertados consejos en relación con mis propios y modestísimos aportes literarios (poéticos, sobre todo, que en ocasiones tuvo a bien supervisar y corregir en la edición de algún poemario) y filológicos y científicos, con los que aprendí a ser riguroso y atento a las más finas sutilezas de nuestra amada lengua, siguiendo la estela de aquellos otros que marcaron en mi humilde personalidad intelectual y creativa huella indeleble (Dámaso Alonso y José Manuel Blecua, primordialmente).
Así pues, junto a la publicación digital de la revista Jizo de Humanidades –adjuntamos al final de la entrada el enlace al lugar donde se está digitalizando cada número-, sirva además esta entrada en el blog Ancile, como personal homenaje a la docta, ilustrada e imprescindible influencia de Antonio Carreira para el ámbito todo de la más excelsa producción filológica y crítica en los últimos años, resultando de ella -entre otros pocos y selectos exponentes- de lo más granado en la producción dedicada al estudio de nuestras gloriosas letras.

Algunas aportaciones de Góngora a la lengua de su tiempo, Antonio Carreira



ALGUNAS APORTACIONES DE 
GÓNGORA A LA LENGUA DE SU TIEMPO


Algunas aportaciones de Góngora a la lengua de su tiempo, Antonio Carreira


El poeta mexicano David Huerta, a quien la vena lírica le llega por vía genética, en su poema «Otro ejército» presenta a Garcilaso de la Vega en trance de escribir su «Oda a la Flor de Gnido». El texto, que en realidad es un metapoema, termina con estos versos:

                ...Vio
su propia muerte en el asalto y vio
el otro ejército, los poetas
que seguirán su huella, el brillo
de la prosodia castellana –y se distrajo
con su propia sonrisa,
mientras la tarde mediterránea
se disolvía con ardiente dulzura.1 

El poeta moderno ha sabido intuir lo esencial: el brillo de la prosodia castellana, transformada felizmente para siempre por obra del finísimo oído de Garcilaso. Decía Antonio Machado que hacía falta estar sordo para no distinguir los versos de Lope de los de Calderón. Lo mismo se podría decir de los de Garcilaso respecto a los de Boscán o Diego de Mendoza. Nada tiene de extraño que Góngora, medio siglo más tarde, sintiera tal devoción por el toledano, a quien recuerda en verso y prosa con frecuencia: una admiración similar a la que grandes compositores del siglo XIX sintieron por Mozart, como si todo hubiera empezado con aquella música elegante, de tono menor, hecha de recursos casi ocultos de tan sutiles.
Algunas aportaciones de Góngora a la lengua de su tiempo, Antonio Carreira
Entre Garcilaso y Góngora hubo grandes poetas, que adoptaron esa estrofa precisamente estrenada por el primero en la Oda a la Flor de Gnido: fray Luis de León, san Juan de la Cruz han sabido captar y encerrar en ella la música de las esferas. Resulta curioso que Góngora nunca la haya tentado, como si sintiera por la lira un respeto religioso; ni siquiera su derivada, la lira de a seis. Góngora, desde el punto de vista métrico, casi parece un poeta conservador: romances letrillas, décimas, octavas, sonetos, canciones, silvas, pocos tercetos y algunas redondillas. Ni liras ni ovillejos ni sextinas ni tampoco esos versos blancos o de rima interna asimismo probados por Garcilaso. Es decir, nada cuyo artificio salte a la vista. La música de lo que pasa en Góngora va por dentro: solo salta al oído. Robert Jammes, máximo gongorista vivo, ha estudiado con pormenor la novedad de la silva en las Soledades: la más extensa que nunca se había visto y a la que se debe el cambio de sentido del término, que de designar algo familiar y variopinto pasó a significar la forma métrica más flexible, la más próxima a nuestro verso libre dentro de la ortología clásica, y que tendrá una espléndida floración, tardía e inesperada, a fines del XVII en el Primero Sueño de Sor Juana.
Esos juegos de rimas que pueden distar de dos hasta catorce versos, esas tiradas de heptasílabos o de endecasílabos que quiebran su regularidad para poner de relieve una imagen, que se pliegan y adaptan sin esfuerzo a los revuelos de las aves, por ejemplo, en el episodio de cetrería de la Segunda Soledad, o que de pronto se someten a disciplina estricta en el canto amebeo de los pescadores o en el métrico llanto del peregrino en el mismo poema, son, efectivamente, un prodigio de musicalidad. El oído castellano, habituado al porrazo de la rima previsible e isócrona, no digamos a la matraca acentual del dode-casílabo, primero se sintió desconcertado, ya con la suave música, imperceptible de tan callada, de Garcilaso. Pero al llegar a Góngora los recelos desaparecieron y hasta los más reacios acabaron por dejarse cautivar:

Pasos de un peregrino son, errante,
cuantos me dictó versos dulce musa,
en soledad confusa
perdidos unos, otros inspirados.


Si escuchamos estos versos, donde sólo asoman dos rimas, leídos con el tempo debido y sobre un fondo de silencio, resultan sobrecogedores; lo que señala ese aparente sintagma del primero: un peregrino son. Constituyen, según es sabido, el tema de introducción a una sinfonía inacabada que, como la de Schubert, iba a constar de cuatro movimientos y solo alcanzó a tener dos: las Soledades.2  El símil no es caprichoso: una sinfonía –cualquier forma sonata– brota de la contraposición y el desarrollo de unos temas. Y de la calidad de los temas depende, en gran medida, la calidad de la obra misma. Lo que encontramos en esos cuatro versos, también metapoéticos, es un descoyuntamiento del lenguaje normal por obra del hipérbaton: entre peregrino y errante se incrusta el verbo son. Entre cuantos y versos se interpone el sintagma me dictó, cuyo sujeto va pospuesto. Mientras que el cuarto (perdidos unos, otros inspirados), con su simetría bimembre y su quiasmo sintáctico, especular, adquiere la condición de cadencia, de acorde perfecto en el que el espíritu descansa, toma un respiro, antes de continuar.
Estamos hablando de sonidos; sólo una sinalefa en el primer verso: de un. Incluso un acento antirrítmico en el segundo: dictó versos. Pero el oído que capta la poesía no sólo percibe sonidos sino también sentidos, pese a las violencias sintácticas: esa ecuación pasos igual a versos se convierte en Leitmotiv, puesto que, en efecto, los pasos del peregrino suscitan los versos que los relatan, si no es que los versos suscitan los pasos, tal es la ligazón de la melodía y de la armonía dictadas por la musa: los versos son inspirados, y los pasos, perdidos. ¿Dónde? Precisamente en una confusa soledad, en el seno mismo del poema así titulado, con término trisémico: la soledad del despoblado, la del ámbito rural opuesto al urbano y también la nostalgia. Una nostalgia que, si comienza siendo lamento por un amor imposible, pronto se convertirá en añoranza de un mundo hermoso y feliz, insospechado en plena edad del hierro.3 

Góngora usa las palabras como un compositor las notas: con entera libertad, dentro del sistema de leyes que él mismo establece. Hay músicos que apenas modulan: Schubert, Mahler, por ejemplo, prefieren contraponer tonalidades ahorrando esos ritos de paso que llevan de una a otra. Actúan, pues, con una libertad censurable según los cánones, no según los resultados. Góngora insufla a la lengua literaria de su tiempo esa aura de libertad que, en el fondo, no es sino añoranza de la sintaxis latina, aunque sea a expensas de una mayor dificultad en el seguimiento, similar a la producida por la ausencia de modulación. Que era bien consciente de su propósito lo revela una carta de 1613 en la que defiende a las Soledades del reproche de ininteligibilidad:

...Siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua, a costa de mi trabajo, haya llegado a la perfección y alteza de la la-tina.

Ahí el poeta deja claro lo que algunos obstinados no querían entender.
Algunas aportaciones de Góngora a la lengua de su tiempo, Antonio Carreira
Todos los poetas posteriores a Garcilaso, y algunos anteriores como Mena, hicieron frecuentes referencias al mundo clásico, pagano y cristiano, y con él a su lengua fundamental. Era lo esperable, dada la atmósfera renacentista. Mena incluso llegó a poner en circulación términos que eran puro latín, muchos de ellos ni siquiera necesarios, e intentó asimismo conectar los nuevos y los viejos a distancia por sus afinidades morfológicas: «a la moderna volviéndome rueda» (Lab., 92). Pero dejando aparte su contenido, lo primero que choca en este verso, situado entre dodecasílabos, es que cojea, porque le falta una sílaba. Los versos, como las frases musicales, no suenan nunca aislados, sino enlazados con los contiguos. Su musicalidad, en suma, es el resultado de una dialéctica. En Góngora no existe jamás el verso renqueante, cacofónico o mal acentuado, ni el hipérbaton arbitrario: la extrañeza producida por la dislocación sintáctica se compensa siempre con la eufonía. Dámaso Alonso, que ha estudiado los recursos de su lengua, ha mostrado que es siempre la sintaxis la que debe ceder, ponerse al servicio de la expresión:

Esa montaña que precipitante
ha tantos siglos que se viene abajo

inicia una célebre descripción de Toledo tomada de Las firmezas de Isabela, comedia de Góngora que, según Gracián, valió por mil. Es claro que el poeta ha necesitado forjar, o rescatar, la palabra precipitante, un crudo participio de presente latino, para darnos esa impresión de seísmo, a la vez inminente y congelado. El lector normal no lo siente como invención gratuita sino hecha a la medida: la palabra es insustituible, tanto, que no vuelve a asomar en toda la obra del poeta.

Hemos repasado, aunque por encima, dos elementos constitutivos del lenguaje gongorino: el hipérbaton (con su hermana menor, la anástrofe) y el neologismo, que se combinan para conferir libertad y musicalidad a la lengua algo rígida heredada por Góngora a fines del siglo XVI. Los neologismos puros o de acepción son, a fin de cuentas, como el hipérbaton, recursos viejísimos tomados del latín más rancio. Lo viejo olvidado puede resultar tan desconocido e innovador como lo nuevo por descubrir.
Pero Góngora no se limita a acariciar nuestro oído. Su portentosa imaginación lo lleva a aprovechar y potenciar cuantos recursos le ofrece la retórica para con ellos elaborar conceptos. Su lenguaje, con menos vocabulario que el de Quevedo, es normalmente mucho más eficaz, porque no se deja nunca arrastrar por el torrente o la ebriedad verbal,4  sino que se contiene hasta lograr el término justo en el momento preciso:

A pocos pasos lo admiró no menos
montecillo, las sienes laureado,
traviesos despidiendo moradores
de sus confusos senos,
conejuelos que, el viento consultado,
salieron retozando a pisar flores
(Sol. II, 275-280).

Dejando a un lado el acusativo griego del montecillo «las sienes laureado», ¿a quién se le iba a ocurrir que los conejos –mencionados por su nombre vulgar en diminutivo– pudieran consultar cosa alguna? Y sin embargo el insólito participio, que en su día llamó la atención de Dámaso Alonso, es una joya: nada puede dar mejor idea de ese mohín que hacen conejos y liebres al detenerse para olfatear algún peligro, como si efectivamente consultasen la opinión del viento antes de ir más lejos. Y cuando el anciano pescador explica al peregrino su forma de vida en esa isla con forma de tortuga situada en una ría, le señala así un rebaño de cabras:

Estas –dijo el isleño venerable–
y aquellas, que, pendientes de las rocas,
tres o cuatro desean para ciento
(redil las ondas y pastor el viento),
libres discurren, su nocivo diente
paz hecha con las plantas inviolable
(Sol. II, 308-313).

o de menos ahí es la prosopopeya, el que las cabras «deseen» tres o cuatro más para alcanzar el centenar. La maravilla es la cláusula absoluta encerrada en un paréntesis: redil las ondas y pastor el viento. Sólo quien haya visto con qué prontitud obedece un rebaño al silbo de un pastor puede captar la belleza y concisión insuperables de ese verso donde, con una pura frase nominal, se pinta el hato de cabras seguras sobre el islote, al que las olas sirven de redil protector, y el silbo del aire que les hace recogerse. Eso son los conceptos gongorinos: criaturas retóricas de una perfección sobrehumana y elaboradas con aportaciones de todos los frentes: fónico, léxico, sintáctico y retórico.
Sin salir de las Soledades podríamos poner cientos de ejemplos. Veamos otro igualmente rústico –de los que molestaban a Jáuregui por el carácter doméstico del referente–, y que, con los anteriores, demuestra hasta qué punto es falso que Góngora evite mencionar las cosas por su nombre. Antes hemos visto conejos y cabras. Ahora será una gallina con su prole amenazada por un milano:

¡Oh cuántas cometer piraterías
un cosario intentó, y otro, volante!,
uno y otro rapaz, digo, milano,
bien que todas en vano,
contra la infantería que pïante
en su madre se esconde, donde halla
voz que es trompeta, pluma que es muralla
(Sol. II, 959-965).

Difícilmente se encontrará texto donde la humilde gallina clueca aparezca tan ennoblecida: el concepto apunta ya desde la imagen de cosario volante aplicada al milano, que intenta, sin conseguirlo, arrebatar algún polluelo. Hay que recordar que en la España de entonces los piratas eran frecuentes no solo en el mar sino también en las playas. A fin de frustrar sus incursiones se creó el cuerpo de los atajadores o jinetes de costa, que avisaban del peligro con hogueras o trompetas para que la gente de paz se pusiera en salvo tras las murallas y la de guerra acudiese a hacerles frente. En los versos citados la isotopía va creando una alegoría que se perfecciona en la doble metáfora: voz que es trompeta, pluma que es muralla. ¿Por qué se nos antoja magnífico este verso? Porque nos hace escuchar el alarmado cacareo de la gallina, y el apresurado revuelo de los pollos que corren a refugiarse bajo ella, alguno incluso asomando la cabeza entre las plumas. El esquema sintáctico bimembre subraya la seguridad frente a la asechanza. El poeta se refiere a los polluelos como infantería piante, de nuevo con el neologismo imprescindible, y lo que era una simple escena de corral se trans-muta en episodio épico. La realidad no es nunca prosaica: todo depende del lenguaje con que se recrea.5 

Hemos dicho aún muy pocas cosas esenciales de Góngora, porque un poeta de su talla se presta más al disfrute que al análisis. No obstante, hay un aspecto del hombre y del poeta que se debe destacar: Góngora es un enamorado de la vida, un vividor. Las gallinas, las cabras, los conejos, como los robalos, las aceitunas, el queso, las nueces y el vino, que aparecen en las Soledades, le gustaban, se regodeaba recordando sus formas, colores y sabores. No es que fuese un glotón, pero sí un epicúreo, un hombre de buen humor y un ávido observador de cuantas maravillas encierran la naturaleza y el arte. Y claro, un epicúreo, y más si es clérigo, en una España dominada por inquisidores y neoestoicos, tenía que resultar escandaloso. Las censuras de que fue objeto la primera edición de sus poemas, pocos meses tras su muerte, se ensañaron con ellos, retorciendo los pasajes más inocentes, y no cejaron hasta que la edición fue recogida. Parte de esa antipatía de origen ideológico alcanza a Menéndez Pelayo.
Algunas aportaciones de Góngora a la lengua de su tiempo, Antonio Carreira
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Pero la fama de Góngora y la afición que le mostraban intelectuales y poderosos –como el propio Conde-Duque– pudieron remontar el obstáculo y dar vía libre a su difusión a partir de 1633, en ediciones unas veces descuidadas, otras minuciosamente comentadas. Don Luis, con todo, impulsado por la corte de sus admiradores, había tomado sus precauciones, gracias a las cuales hoy podemos decir que su obra nos ha llegado en forma tan satisfactoria o más que si él mismo la hubiera editado. En efecto, Góngora, en medio de esa «hambre heroica» a que alude otro poema de David Huerta, y de la que hay constancia sobrada en el epistolario, fue capaz de revisar toda su obra –tras adquirir el cartapacio que la contenía, nótese bien– y legarla bien depurada y anotada a la posteridad. Y lo más inusitado de tal labor es algo que merece glosa: de todos los poetas de su tiempo, Góngora es el único que ha intuido la importancia de la cronología en la creación poética. Al corregir e ilustrar, con su amigo don Antonio Chacón, señor de Polvoranca, el célebre manuscrito que conserva su obra, fue poniendo con extremo cuidado fecha, epígrafe y a veces circunstancias de sus poemas, y tal información constituye un tesoro inestimable. Hoy nada nos parece más natural que el hecho de suministrar, un escritor, los datos pertinentes para facilitar la tarea de los lectores y eruditos; no falta alguno que ha preparado en vida su propia edición crítica, o puntualiza, casi pecando de exhibicionismo, los lugares y hoteles donde escribió la primera y la última línea de una obra. En tiempo de Góngora nadie lo hacía. Los epígrafes y las notas sí figuran en ciertas ediciones; las fechas de composición, nunca, a menos que se deduzcan de otras incluidas en los paratextos. Notas y epígrafes suelen referirse a personajes y hechos externos. Las fechas, no: son un cordón umbilical que une los poemas a su autor, trazando lo que Cernuda había de llamar el historial de un libro, un cuadro completo de la relación que el poeta mantuvo, a lo largo de su vida, con su oficio y con cada una de sus criaturas: no es lo mismo escribir un poema cuando se vive como un canónigo, o racionero, que tal era Góngora en Córdoba, que acosado por las deudas en Madrid; no es la misma la idiosincrasia de un joven que la un viejo; ni tampoco la estética de un principiante que la de quien ya ha compuesto las Soledades. Pero ese cuadro, como un rompecabezas, tiene dispersos u ocultos sus elementos en la clasificación genérica y sólo se recompone cuando se ordenan los poemas según su cronología.6  Lo que entonces se descubre es una lectura fascinante, casi novelesca, imposible en ningún otro clásico: asistimos en 1580 a las primicias del poeta, pedantuelo en la canción a Los Lusíadas, malicioso en «Hermana Marica» o en las letrillas juveniles; lo seguimos en sus lecturas de petrarquistas italianos, a los que imita e intenta superar sin creer mucho en sus doctrinas, aunque se abstiene de escribir sonetos en sus dos primeros años productivos; disfrutamos sus devaneos burlescos en los romances «Diez años vivió Belerma» y «En la pedregosa orilla», donde no sólo pone en solfa el mundo carolingio del viejo romancero, sino también el pastoril mucho más reciente; vemos brotar los primeros romances moriscos y de cautivos, le escuchamos expresar su amor y nostalgia por Córdoba en un soneto escrito durante un viaje a Granada, ciudad con la que intenta cumplir en otro poema; nos divierte su parodia de un romance acaso de Lope de Vega, que con 23 años, uno menos que Góngora, ya se perfilaba como su rival; disculpamos que la pluma de un clérigo provinciano se ponga al servicio de un poderoso, como el obispo de Córdoba. También percibimos la temprana inquietud estética del poeta, que en 1586 hace una extraña experiencia alternando en serio y en broma las coplas de un romance pseudomorisco, lo que acabará por cuajar en un         inusitado sincretismo mucho después; le escuchamos reírse de sí en dos o tres romances autobiográficos, o chancearse, en varios sonetos, de la flamante corte madrileña, que visita por vez primera. De pronto, una canción seria compuesta a la Armada Invencible nos recuerda que con ciertas cosas y ciertos monarcas no se admiten bromas, y que al currículum de un poeta siempre le viene bien mostrarse patriota cuando la ocasión lo requiere; un tono similar observamos en el soneto dedicado al Escorial. El mismo año aparece toda una revolución: un poema de irrisión mitológica, que por ahora queda incompleto. Al propio tiempo brotan las letrillas epicúreas: «Ándeme yo caliente / y ríase la gente», «Buena orina y buen color, / y tres higas al doctor», las irreverencias hacia Toledo, la primera jácara de nuestra lengua, los textos ya marcadamente antipetrarquistas, un soneto magistral a don Cristóbal de Moura, ministro predilecto de Felipe II en sus últimos años, y un romance notable por su novedad, «Murmuraban los rocines», cuyos ecos llegarán a los preliminares del Quijote. Sigue así la musa traviesa de don Luis, entre burlas y veras, diversiones –un romance, una décima y un soneto presentan al poeta jugando al naipe– y obligaciones. En 1600 surge uno de los pocos poemas claramente religiosos, compuesto por compromiso, luego un muy manierista soneto cuadrilingüe, una especie de gaceta palaciega en décimas, otras letrillas picariles, una de ellas anticlerical: estamos ante lo que Robert Jammes denominó «el poeta rebelde». Góngora no deja descansar a la musa: en 1602 escribe un romance magistral de asunto ariostesco, el de Angélica y Medoro. La corte está en Valladolid, y allá va el poeta, a sufrir chinches y hedores de que dan cuenta varios sonetos y una letrilla celebérrima: «¿Qué lleva el señor Esgueva?» También dejan huella en su poesía los viajes a Cuenca y Ayamonte. Llega la jornada de Larache, tan poco gloriosa, y Góngora no puede evitar la chacota, aunque un segundo intento le inspirará una canción de lenguaje sorprendente. Discretea en décimas con varias monjas amigas o familiares y hace recuento de las incomodidades sufridas en su viaje a Galicia. Si la muerte de su sobrino carece de correlato poético, el dolor por no haber conseguido justicia se muestra en los tercetos de 1609, «Mal haya el que en señores idolatra», donde el poeta, harto de Madrid y de sus covachuelas, recuerda la sátira de Juvenal para anhelar la mula que ha de llevarlo a Córdoba. Allí compone una serie de villancicos que rebosan mucha más gracia que devoción. El mismo año prueba la mano con la espléndida comedia que recordamos antes (Las firmezas de Isabela) y un extenso romance destinado a completar el inacabado de irrisión mitológica: sus víctimas son Hero y Leandro. Muere la reina doña Margarita de Austria: hay que llorarla, pero también hay que reírse de Écija, Baeza y Jaén, porque sus túmulos no están a la altura de las circunstancias. Nuevo viaje a Granada, con vejamen de un doctorando e irrisión de una moza casquivana. Góngora, liberado de la asistencia al coro y seguro de su arte, se retira a su Huerta de don Marco y escribe el Polifemo en 1612, al que seguirán las Soledades entre 1613 y 1614. La revolución está hecha, y la polémica, servida: a ella responden décimas y sonetos. La lengua poética ha alcanzado su clímax; ahora sí que solo cabe descender. Pero difícilmente se considerarán descenso romances como los dedicados a la beatificación de santa Teresa, o al hidalgo pobretón que se dispone a acompañar la corte en su viaje a Behovia con motivo de las bodas reales, para no hablar de los sonetos que ponen en solfa la toma de la Mamora. Tampoco la nueva tanda de villancicos, de 1615, desmerecen de los anteriores. Llega 1617 y el poeta decide instalarse en Madrid, como capellán de honor de Felipe III, a lo que lo inclinan buenos amigos. Pulsa el instrumento épico y entona el Panegírico al Duque de Lerma, que no acaba de gustar al autor ni al dedicatario, por lo que queda incompleto. Y entonces brota el último prodigio de gran aliento: la Fábula de Píramo y Tisbe, de 1618, donde lo serio y lo burlesco, lo lírico y lo épico, lo popular y lo culto se funden de modo inextricable. Góngora pasa malos años, con aprietos y miserias omnipresentes en su epistolario, desde ahora trasfondo cortesano y doméstico de los poemas, que se ralentizan, se hacen más de circunstancias, aunque la maestría perdura: «En la fuerza de Almería» y «Guarda corderos, zagala» son aún de las creaciones más delicadas del romancero nuevo. Felipe III regresa de Portugal, y se preparan fiestas en la Plaza Mayor, a las que Góngora concurre con un romance jocoso. Al año siguiente, hace méritos con varios poemas áulicos a la consumación del matrimonio entre el príncipe e Isabel de Borbón. Entre 1621 y 1622 mueren sus amigos y protectores, a quienes llora en sentidos sonetos: el propio monarca primero, luego don Rodrigo Calderón, los condes de Lemos y Villamediana. Felipe IV y el nuevo valido son una esperanza, pero los apuros arrecian, y los poemas se van haciendo melancólicos: uno de ellos es la letrilla «Aprended, Flores, en mí», cuyo primer verso juega con el nombre de su amigo el marqués de Flores de Ávila, uno de los próceres más mencionados en el epistolario. De repente, brota la última llamarada del genio: los sonetos «En este occidental, en este, oh Licio» y «Menos solicitó veloz saeta», de 1623, junto con otros entre guasones y sombríos que recuerdan a Olivares sus incumplidas promesas. Vienen después unas cuantas poesías cortesanas y algunas sátiras, escritas ya con desgana. El resto es silencio. Gracias al orden cronológico hemos pasado, sin darnos cuenta, de lectores de la obra a espectadores de la película con la vida y la evolución estilística de uno de nuestros mayores poetas.

Una consideración de importancia, para terminar. Góngora renueva tan a fondo el lenguaje literario de su tiempo que se le ha culpado de impedir el desarrollo de la novela creada por Cervantes. Si fuere cierto, habría que reconocer en ello, más que una culpa, un mérito por su parte, y también por parte de su recepción. Los lectores de Góngora se dejaron subyugar por aquel lenguaje insólito, lo imitaron, lo exportaron y lo adaptaron a lo que era posible, es decir, a cualquier género excepto precisamente la novela de corte moderno: la épica, la lírica, el drama, la oratoria sagrada. Góngora y el gongorismo penetran así en todas partes, hasta en los rivales más acérrimos, y llegan a los últimos confines del mundo hispano, lógicamente con distinta fortuna. Lo que no era posible era superar aquel estadio, partir de él para subir más arriba. Y sucedió lo que se sabe: tras la pleamar vino la resaca. Primero en forma de epígonos, luego en forma de detractores, que son los responsables del desierto poético en que quedó sumida la literatura española durante los siglos XVIII y XIX, los mismos que duró el purgatorio de Góngora.   



                                                                                                                Antonio Carreira
                 

miércoles, 23 de mayo de 2012

GARCILASO DE LA VEGA: DE LA MÉTRICA CELESTE, SONETO 16


Ante la insistencia de  algún amigo lector de Ancile, aficionado este, avisado aquel, para ofrecer algún nuevo poema con versos endecasílabos para su atención métrica, he resuelto publicar, salteadamente, unos sonetos más para el entretenimiento o estudio de sus estructuras métricas. He decidido ofrecer muestra de dos de los más grandes maestros de este metro para mejor justificación de los argumentos en la construcción métrica del poema, así pues, ahora de nuevo, Garcilaso de la Vega en el soneto 16.


Garcilaso de la vega, soneto 16, Francisco Acuyo


 GARCILASO DE LA VEGA: 
DE LA MÉTRICA CELESTE, SONETO 16


Garcilaso de la vega, soneto 16, Francisco Acuyo



SONETO 16



No las francesas armas odïosas,
en contra puestas del airado pecho,
ni en los guardados muros con pertrecho
los tiros y saetas ponzoñosas;

No las escaramuzas peligrosas,
ni aquel fiero rüido contrahecho
de aquel que para Júpiter fue hecho
por manos de Vulcano artificiosas,

pudieron, aunque más yo me ofrecía
a los peligros de la dura guerra,
quitar un hora sola de mi hado.

Mas infición de aire en solo un día
me quitó al mundo, y me ha en ti sepultado,
Parténope, tan lejos de mi tierra.




Esquema métrico:

No las francesas  armas odïosas,
      (1ª)———4ª——6ª—––––10ª
en contra puestas del airado pecho,
——––––––4ª———8ª——10ª
ni en los guardados muros con pertrecho
—————4ª––––––6ª–––––––––10ª
los tiros y saetas  ponzoñosas;
––––2ª––––6ª————10ª
No las escaramuzas  peligrosas,
(1ª)—————6ª————10ª
ni aquel fiero rüido contrahecho
––––2ª—(3ª)——6ª–––––––10ª
de aquel que para Júpiter // fué hecho
––––2ª–––––––––6ª––––––(9ª)–10ª
por manos de Vulcano artificiosas,
–––––2ª———6ª————10ª

Pudieron, // aunque más yo me ofrecía
––––––2ª–––––––––––6ª––7ª–––––––10ª
a los peligros de la dura guerra,
–––––––4ª————8ª——10ª
quitar un hora // sola de mi hado.
—2ª——4ª———6ª———10ª


Mas infición de aire en solo un día
 —————4ª——6ª———8ª——10ª
me quitó al mundo, // y me ha en ti sepultado,
––––(3ª)––––4ª––––––––––6ª-(7ª)–––––––10ª
Parténope, // tan lejos  de mi tierra.
––––2ª–––––––––6ª————10ª



Garcilaso de la vega, soneto 16, Francisco Acuyo



CONFORMAN LOS VERSOS endecasílabos que se ofrecen la relación siguiente en el poema: establece una estructura versal (soneto) que vierte la distribución de verso y rima que sigue: catorce versos (arte mayor) endecasílabos con rima consonante que obedece a la distribución de dos cuartetos con rimas ABBA ABBA y dos tercetos con rimas en la distribución siguiente: CDC CDC.
Verso primero: endecasílabo a maiori acentuado 6ª y 10ª sílabas —heroico—; con acento de equilibrio (rítmico) en la 4ª sílaba: No las francesas armas odiosas; todo lo cual nos apresta a la disposición anímica del poeta en los siguientes versos del soneto no tan bien atemperados. Diéresis en odï_osas. Es conveniente atender a la acentuación de incitación expresiva en la primera sílaba del verso, No.
Verso segundo: se ofrece una acentuación de endecasílabo a minori (4ª y 8ª) sílabas, sáfico: 4ª, 8ª y 10ª: en contra puestas del airado pecho, marca un ritmo binario por el que mantiene el mismo pulso de contención del primer verso. «Acento latente» en 2ª que mantiene el ritmo binario del verso.
Verso tercero: vuelve al acento del endecasílabo a maiori (6ª y 10ª, heroico) con acento de equilibrio en 4ª: ni en los guardados muros con pertrecho; termina el verso en deslizamiento (encabalgamiento) hacia el verso cuarto, barruntando acaso no tanta tranquilidad para el resto de su discurso.
Verso cuarto: aunque mantiene el acento a maiori en el endecasílabo (heroico) y el apoyo en acento de equilibrio en 2ª, la totalidad del verso se acentúa en 2ª, 6ª y 10ª: los tiros y saetas ponzoñosas; comienza a mostrar cierta inquietud expresada por la separación de vocales a-e (sa_eta) —azeuxis, hiato gramatical— para marcar expresivamente el ritmo en 6ª sílaba.
Verso quinto: la presunción sobre una potencial inquietud se hace evidencia en este verso, que manifiesta en su acentuación endecasilábica a maiori (6ª y 10ª sílabas), una clara atonía en la parte primera del verso: No las escaramuzas peligrosas, para nosotros, parece acento de incitación expresiva el de la 1ª sílaba (No) que exige una disposición anímica de evidente inquietud.
Verso sexto: la exacerbación se convierte en un hecho en el verso sexto aunque mantiene acentos en 2ª, 6ª y 10ª, (endecasílabo a maiori, heroico): ni aquel fiero ruido contrahecho; el elemento altamente expresivo, en parte se debe al acento en 3ª en conjunción con el de 2ª sílaba, acento de incitación, y al movimiento que aporta la diéresis, rü-ido, gracias a la cual marcará el acento de equilibrio (en 6ª) para reestablecer la metricidad del verso, esta compensación expresiva que anuncia ya la convulsión del siguiente verso.
Verso séptimo: la conjunción —tensión— de las sílabas 9ª y 10ª en el endecasílabo (a maiori): de aquel que para Júpiter fue hecho, manifiesta en su atonía inicial el violento contraste en la conjunción de acentos en 9ª sílaba (de tensión) y en el 10ª, acento de equilibrio —y pausa— que se desliza o encabalga, no obstante, en el verso octavo, mostrando una evidencia de no linealidad y dinamismo extraordinarios. Es conveniente tener en cuenta los acentos latentes en 2ª y 4ª que marcan el ritmo binario del verso (yámbico). Cesura en la 6ª sílaba.
Verso octavo: endecasílabo a maiori (heroico) con acentuación en 2ª, 6ª y 10ª: por manos de Vulcano artificiosas; culmina la serie de cuartetos guardando el equilibrio inicial con apoyaturas de equilibrio —o rítmicas— para culminar sentenciosamente, aún con el eco de la distorsión de los versos anteriores, en el hipérbaton «manos (de Vulcano) artificiosas».
Verso noveno: prosigue la genuina dinamicidad de otros versos anteriores en este terceto, cuyo primer exponente ofrece de nuevo, con atonía evidente en la parte segunda del verso, el desasosiego del poeta, así, la acentuación 2ª y 10ª sílabas: Pudieron, aunque más yo me ofrecía; que culmina con un brusco deslizamiento (encabalgamiento) al siguiente verso. Cesura en 2ª sílaba.
Verso décimo:  culmina el deslizamiento en un endecasílabo a minori, 4ª, 8ª y 10ª sílabas (sáfico): a los peligros de la dura guerra; quiere recuperar el equilibrio rítmico acentuando la pausa de la sílaba última con una coma, como pretendiendo recuperar el aliento gastado en la dicción de versos anteriores.
Verso undécimo: Termina el primer terceto, otra vez ofreciendo atonía que expresa desaliento y desasosiego (desmayo) con una acentuación rítmica 2ª, 4ª, 6ª y 10ª: quitar un hora sola de mi hado; mas acompasado por un ritmo interior bimembre (yámbico) con el que termina el terceto ofreciendo nuevo descanso (más prolongado) con el punto del verso.
Verso duodécimo: verso que vierte una acentuación en 4ª, 6ª y 10ª, a maiori (heroico): Mas infición de aire en solo un día; que enlaza abruptamente de nuevo mediante encabalgamiento con el 2º verso del terceto, y anuncia otra vez de manera harto expresiva, como veremos en el siguiente verso, el final del poema.
Verso decimotercero: el desmayo y desasosiego se acentúan considerablemente buscando el clímax del poema no sólo por el deslizamiento del anterior verso en este otro, también la acentuación del mismo interviene decisivamente: 4ª y 10ª sílabas como acentos de equilibrio (rítmicos) y el de 3ª, sílaba impar, como acento de incitación: me quitó al mundo, y me ha en ti sepultado; junto al de 4ª, que parece hacer precipitar (sepultar) el ánimo del poeta. Coma en el final de verso, para recuperar nuevamente el aliento y preparar el final de los tercetos y del poema. Cesura en 4ª sílaba.
Verso decimocuarto: endecasílabo a maiori (heroico) que se diría pretende reestablecer cierto equilibrio o mejor sosiego (descanso), con la compensación regular de sus rítmicos acentos; 2ª, 6ª y 10ª: Parténope, tan lejos de mi tierra; así lo atestigua el acento en Parténope, que carga de melancolía el siguiente extremo del verso y que da fe del extraordinario dinamismo de que es capaz indudablemente el verso y la poesía de nuestro admirado poeta.
El soneto de Garcilaso que, finalmente nos ocupa, viene a cumplir en definitiva las mismas reglas de singularidad dinámica de los anteriores. Así, los versos 7º y 13º, vienen a incumplir la norma rígida del metro con la aportación de sus correspondientes acentos de tensión heterodoxos a la ley métrica que concibe el verso, el poema y la poesía como un fenómeno de carácter lineal sistemático, sujeto a una normativa mecánica que, desde luego, entra en franca colisión con el magnífico dinamismo y expresividad de estos versos y de la totalidad del poema.
Así también ha de prestarse atención a la concurrencia especialmente dinámica de los acentos de incitación que entran, por ende, en confrontación con el impulso yámbico del verso, granjeando de esta manera una peculiarísima y enriquecedora expresividad que acabará por convertirse en la verdadera norma de incertidumbre ante la complejidad del fenómeno poético en su vertiente métrica.
Así los elementos de integración que aparecen en el poema (véase el verso 1º: No las francesas armas odïosas,) se ofrecen resueltamente para la extraordinaria movilidad del verso —y del poema—, por ejemplo con la diéresis audaz odï_osas, en cuya separación vocálica vuelve a manifestarse de manera tan expresiva. O así también en el caso de azeuxis del cuarto verso: los tiros y saetas  ponzoñosas, donde la palabra sa_etas parece estirar en el verso su impulso y movimiento, como en el natural ejercicio del tiro con arco.



Garcilaso de la vega, soneto 16, Francisco Acuyo


lunes, 21 de mayo de 2012

EL POETA ELECTRÓNICO O LA GÉLIDA POESÍA (II), POR TOMÁS MORENO


He aquí la segunda entrega del profesor Tomás Moreno en relación a la intitulada El Poeta Electrónico o la Gélida Poesía. Igual de fascinante que la anterior, nos sitúa con precisión en las posturas y vertientes en la actualidad relativas al pensamiento y la conciencia humanas en comparación a los procesos computacionales de los ingenios informáticos. Lectura más que recomendable que seguro les ayudará a situarse en un ámbito de conocimiento de plena actualidad.


De poesía, literatura y A.I. (El poeta electrónico o la gélida poesía) 2, Tomás Moreno


EL POETA ELECTRÓNICO O LA GÉLIDA POESÍA (Y II)

De poesía, literatura y A.I. (El poeta electrónico o la gélida poesía) 2, Tomás Moreno


“La conversión del hombre en la terminal de un ordenador, que sólo tiene que ver con teclas, con impulsos mecánicos, ataca el centro mismo de la creatividad, de la posibilidad. La imagen que expresase esta situación sería la de unos dedos, escurridizos, uniformes, fríos; sin los dulces vericuetos dactilares, por donde la piel nos dice que somos quienes somos” (El ánfora y el ordenador, Emilio Lledó)

Hay, ciertamente, programas de escritura -tales como el PC-Style,  como Brutus 1, y seguramente otros muchos que ignoramos[1]- que crean fácilmente la impresión de que la máquina lee y entiende e incluso sabe cómo escribir, cómo pintar o cómo componer música con aparente creatividad[2]. Y, en nuestra opinión, no es realmente así. Todo lo que hace es computar, procesar, interrelacionar datos. Habría por ello ante todo que distinguir, como hace J. A Paulos, entre Inteligencia dentro de un sistema formal (habilidad computadora y formalizadora, característica de la A.I.) e Inteligencia Integradora en una situación informal (personalidad, deseos, intereses etc., propia del ser humano), o lo que es lo mismo -y utilizando la terminología de Roger Penrose o John Searle- entre computación y consciencia (pensamiento consciente).
            No podemos entrar aquí y ahora en el peliagudo problema acerca de las relaciones, similitudes y diferencias -morfológicas o funcionales- existentes entre inteligencia humana (pensamiento consciente) y la A.I. (computación). Se han escrito al respecto bibliotecas enteras[3]. Muy sintéticamente, habría cuatro posiciones o puntos de vista fundamentales sobre el tema en cuestión, de las cuales al menos tres, aunque diferentes, serían científicamente defendibles y una, de carácter filosófico o espiritualista, con argumentos razonables también  dignos de consideración:
De poesía, literatura y A.I. (El poeta electrónico o la gélida poesía) 2, Tomás Moreno
            La primera, es la posición que afirma que el funcionamiento del cerebro es sustancialmente el mismo que el de un ordenador, y, lo que es más, que toda percepción consciente surge como un simple epifenómeno de procesos de cómputo suficientemente elaborados, siendo irrelevante el objeto físico concreto que realiza la computación, ya sea un cerebro, un ordenador electrónico o un sistema mecánico de ruedas dentadas; todo pensamiento es computación.
            Hasta ahora quizá no sepamos del todo cómo describir el tipo correcto de tales cálculos, pero si lo supiéramos seríamos capaces de describir todas las cualidades mentales pertenecientes a la consciencia. En palabras más llanas: las máquinas pueden ser inteligentes porque el cerebro humano es simplemente otra máquina; todo lo perfecta y compleja que se quiera, pero una máquina[4]. Esta posición es la denominada inteligencia artificial (A.I. fuerte) o funcionalismo (computacional). Sus representantes más conspicuos serían Marvin Minsky, profesor del Instituto de Tecnología de Massachusset (MIT), autor de la famosa The society of mind (1987), y Hans Moravec[5], de la Universidad Carnegie-Mellon, experto en robótica[6].
            La segunda, es aquella que sostiene que la consciencia es una característica de la acción física del cerebro, pero hace una salvedad y es que, mientras que cualquier acción física puede ser simulada computacionalmente, la simulación computacional por sí misma no puede realmente causar o producir consciencia, ni dar lugar  a la aparición de sentimientos y fenómenos mentales como el dolor, la esperanza, la comprensión o la intencionalidad.
            El cerebro humano tiene, pues, la extraordinaria propiedad de producir consciencia, mientras que el ordenador “no produce absolutamente nada salvo el estado siguiente a la ejecución de su programa”, no puede ir más allá de su programa. La existencia de la consciencia humana (en contra de su anulación postulada por la A.I. fuerte) es algo, en su opinión, tan “natural y real como la digestión o la fotosíntesis”. Este es el punto de vista defendido por el filósofo John Searle de la Universidad de California en Berkeley[7].
De poesía, literatura y A.I. (El poeta electrónico o la gélida poesía) 2, Tomás Moreno
            La tercera considera, en sintonía con la posición anterior, que hay algo en la actividad física del cerebro que provoca conocimiento o consciencia, pero añade que el funcionamiento del cerebro y del pensamiento inteligente implica elementos o aspectos esenciales de naturaleza no computacional, de modo que no sería posible simular adecuadamente el funcionamiento consciente del cerebro, utilizando simplemente un ordenador construido según los principios que se conocen actualmente.
            En otros términos: el pensamiento humano es algo más que pura computación; la actividad de la inteligencia no es una simple realización de cómputos: la computación no produce consciencia. Existiría, pues, algún factor o elemento esencial en la actividad física del cerebro imposible de incorporar a los procesos de un ordenador convencional. La física conocida sería inadecuada, incompleta o irrelevante para la descripción y explicación del conocimiento humano; tal vez la ciencia futura (desde determinados desarrollos de la física cuántica: cuantización de la gravedad) podría explicar la naturaleza no computacional de la mente o consciencia. Es el punto de vista de Roger Penrose[8].
            4ª) Finalmente, el cuarto punto de vista (calificado de místico y oscurantista por los partidarios de la A.I. fuerte) aduce una concepción del Yo y de la consciencia, según la cual es un error considerar estas cuestiones en los términos estrictamente fisicalistas característicos de la ciencia positiva: quizá la consciencia o conocimiento no pueda ser explicado en términos físicos, computacionales o cualesquiera otros términos científico-materialistas. Sería la postura de un científico neurólogo como John Eccles y, en cierto modo, de un filósofo de la ciencia como Karl Popper[9].           
            En lo que a nuestro objetivo se refiere, respecto al tema que nos ocupa, podríamos reducir estos cuatro puntos de vista, a estas dos posturas fundamentales:
A) Aquella que defiende que pensar es procesar, calcular, y que la mente no es más que una máquina de computar, si bien complejísima, y en tal caso nuestros cerebros no serían más que simples ordenadores.
B) Y aquella otra, en el extremo opuesto, que sostiene la tesis de que la inteligencia o mente humana es algo más que un simple ordenador y que aunque el cerebro humano es sin duda un sistema físico, su funcionamiento implica elementos que van más allá de la computación.        Por ello, esta posición argumenta y sostiene que cualidades mentales como la emoción, la estética, la creatividad, la inspiración, el arte, la poesía son ejemplos de cosas que serían difíciles de justificar o ver emergiendo de algún tipo de actividad o descripción computacional[10].
            Sin entrar en mayores desarrollos ni disquisiciones, nosotros nos movemos en la segunda posición. La inteligencia humana, en efecto, no es puramente combinatoria, como la de la máquina de A.I. La máquina tiene inputs, que son los datos, y un manual de órdenes, que es el programa. Los inputs de la mente, son sensaciones recibidas por los sentidos y, en su nivel más importante, unidades enteras de significación llamadas ideas y su programa es la imaginación o facultad de combinar esas ideas.
            Los datos (inputs) que entran en un ordenador se diferencian de las ideas en que deben ser precisos, repetibles, totalmente especificables, muchas veces cuantitativos y siempre objetivos; las ideas, en cambio, son irrepetibles, pues cada persona las modela a su manera, y son subjetivas y cualitativas, y con frecuencia tienen menos que ver con la información que con los valores, intenciones, convicciones, sentimientos, gustos, juicios y residuos de experiencias personales mezclados a lo largo de toda una vida.,
De poesía, literatura y A.I. (El poeta electrónico o la gélida poesía) 2, Tomás Moreno
            Pensar y procesar son, pues, cosas diferentes, operaciones distintas El acto humano de pensar cubre mucho más campo que la operación de procesar de la máquina. Hay, pues, una diferencia cualitativa entre lo que hacen las máquinas cuando procesan información y lo que hacen las mentes cuando piensan. La máquina procesa información, con parámetros estrictamente racionales, no imagina, no duda, no se apasiona. La inteligencia humana cuando piensa no es puramente racional: está íntimamente ligada a la percepción y a la afección. La mente humana es razón más imaginación, y algo más todavía: valoración, que proviene de la emotividad y tiñe las ideas de afectividad, de compasión o de odio, y las llena de viscosidades para hacerlas atractivas o repelentes entre sí por reglas ajenas a la razón. Por eso algunos filósofos -como Xavier Zubiri, María Zambrano, entre otros muchos- hablan de inteligencia sentiente o de pensar con el corazón, respectivamente, al referirse determinadas operaciones intelectuales de la mente humana.  
            Nos apasionamos con determinadas ideas, lo que a veces nos ciega y otras nos ilumina (como diría el gran epistemólogo y filósofo argentino Mario Bunge[11]). Si oímos decir, por ejemplo, que los europeos son superiores a los asiáticos, el oyente notará la aparición en la mente de sus juicios de valor negativos (si no es racista) ante lo escuchado. Y estas valoraciones son emotivas. En tales ocasiones se produce un cambio incontrolado en el programa que gobierna la mente: en vez de relacionar los datos, los estamos valorando, los hemos teñido, ya no son puros; se han diluido en la sentimentalidad (sensación valorada).
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            Todo ello, como ha sintetizado con claridad y lucidez Luis Racionero, distancia una vez más la mente humana de la mente del ordenador. “Distancia que casi parece insalvable cuando se considera que el cerebro, además de una malla electroquímica de sinapsis neuronales, es una glándula de secreción interna. En ciertos estados aparecen en él serotonina y melanina, por prácticas llamadas místicas, sin necesidad de ingerir drogas, el cerebro cambia radicalmente de programa y se pone a funcionar con retículos neuronales que normalmente no funcionan”[12]. ¿Llegará el ordenador a segregar sustancias, a provocarse estados emotivos que alteren endógenamente sus programas?
            Por otra  parte, los ordenadores carecen de intuición (flair, insight) para imaginar y evaluar ideas nuevas emergidas de los vastos océanos de la experiencia, de la memoria y del inconsciente personal. Y precisamente por eso, un programa de ordenador difiere esencialmente del programa de la mente, que es, como decíamos, la imaginación. “La imaginación goza de la libertad de cambiar ideas”, escribe Luis Racionero, “no estando constreñida más que cuando se aplican reglas de la lógica”. Pero la lógica es sólo una subrutina de la mente, un programa de ordenador en el cerebro. La imaginación llega donde la razón teme pisar. Pero esta combinatoria de ideas tiene sus leyes de asociación: la analogía, que es el modo de pensamiento mágico, y la relación causa-efecto, que es el modo adoptado por la ciencia. La mente sólo es asimilable al ordenador cuando piensa según reglas lógicas[13].
            Pero incluso en el caso -suficientemente experimentado a estas alturas del desarrollo de la robótica y de la A. I.- de diseñar a los autómatas para simular sistemas de impulsos sentimentales y de emociones y para emitir juicios de valor, con el fin de remedar más perfectamente el comportamiento humano[14], su carencia del principal elemento individualizador del ser humano, que da sentido y valor a toda vida y estética humanas – ya sea la subjetividad o bien la conciencia de su propia finitud, de su propia muerte- condenaría sin remedio a sus sistemas emotivos y valorativos a no salir de su carácter abstracto, genérico e irreal[15].
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            A este respecto recuerdo las palabras que el lógico y filósofo español Miguel Sanchez-Mazas, hace ya más de medio siglo, escribía -en un ensayo titulado Anti-Babel. El universo de la informática. Los autómatas, la imaginación y la muerte[16]- acerca de la incapacidad de los autómatas de verdadera creatividad poética, ya que aunque fuesen capaces de lograr alguna forma de belleza o de armonía formal en sus composiciones combinatorias, se trataría de una forma impersonal, definitivamente no poética, de producir versificaciones. Porque la palabra poética sólo será viva -en el sentido que Luis Rosales le daba en la cita de inicio de la primera parte de este microensayo- por la vivificadora presencia de la muerte, de la autoconciencia de que somos un yo mortal -un pasado en retención, un presente fugaz y delusivo y un proyecto esencial pero finito de futurición- consciente y sabedor de que tiene su acabamiento con la muerte[17]. Y sólo por ella. Adiós, pues, al “robot-poeta”, adiós al “poeta electrónico”, mientras no simulemos la muerte.
            “Sólo siendo capaces de morir, y de orientar su vida en función de la muerte”, escribía nuestro filósofo y lógico madrileño, “tendrían los autómatas derecho a nuestra amistad, a nuestro respeto y a nuestro recuerdo”. Entretanto, nos queda reservada -exclusivamente a nosotros que nos sabemos mortales- esa minúscula pero decisiva parcela de humanidad en la que tienen sentido hileras de signos, como los que nuestro poeta más hondo y metafísico,  Antonio Machado, dedicó “A Don Francisco Giner de los Ríos”:
“Como se fue el maestro, / la luz de esta mañana / me dijo: Van tres días / que mi hermano Francisco no trabaja. / ¿Murió? Sólo sabemos / que se nos fue por una senda clara, / diciéndonos: Hacedme / un duelo de labores y esperanzas/ […] / lleva quien deja y vive el que ha vivido. / ¡Yunques, sonad, enmudeced campanas!”


                                                                                                               Tomás Moreno






[1] Recordemos que ya en el siglo primero de nuestra era Herón de Alejandría compuso una obra titulada Automatopoietice y que, muchos siglos después, el tema del robot poeta seguía concitando el interés incluso de todo un Simposio científico dedicado a examinar y discutir el famoso programa para crear poemas de  “Calliope”, máquina autómata de Albert Ducrocq, que tuvo lugar en los “Encuentros Internacionales de Ginebra”, en 1965 (Cfr. Rencontres Internacionales de Genève, avec le concours de l’UNESCO: “Le Robot, la Bête et l’Homme”, Ginebra, Jullien, 1966). Véase también el programa para producir poesía realizado por el poeta Ángel Carmona en los años setenta: Poemas V 2. Poesía compuesta por una computadora, Barcelona, 1976,
[2] Cfr. Douglas R. Hofstadter, Gödel, Escher, Bach: un eterno cerebro dorado, Tusquets, Barcelona, 1987. En este fascinante ensayo su autor combina la ficción y el pensamiento estilo Lewis Carrol y explora las fugas de Bach, los dibujos de Escher y el famoso teorema de la incompletud de Kart Gödel.
[3] Por tratarse de un ensayo literario, no científico, se recomienda esta bibliografía accesible para los no especialistas. Cfr. D. Zenon W. Pylyshyn (selección y comentarios), Perspectivas de la revolución de los computadores, Alianza Universidad, Madrid, 1975; J. Weizembaum, La frontera entre el ordenador y la mente, Pirámide, Madrid, 1978; Margareth Boden, La inteligencia artificial y el hombre narural, Tecnos, Madrid, 1984; Tom Logdson, Robots: Una Revolución, Barcelona, 1986; Michael Shallis, El Idolo de Silicio, Biblioteca Científica Salvat, Barcelona, 1986 .
[4] Es la misma posición filosófica que ya  Julien Offroy de La Mettrie en 1747 consagró con su L’Homme Machine.
[5] Cfr. Hans Moravec, El hombre Mecánico. El futuro de la robótica y la inteligencia humana, Temas de Hoy, Madrid, 1990
[6] Si, como afirman estos investigadores del terreno de la inteligencia artificial (AI), toda nuestra actividad mental es efectivamente el resultado de cálculos, aunque sin duda de una complejidad extraordinaria, entonces los ordenadores llegarán algún día a encargarse incluso de aquellas actividades en nuestra sociedad que actualmente requieren auténtica inteligencia humana. Esto es lo que implica el punto de vista denominado A.I. fuerte. Un resultado alarmante de esta visión es que nuestro destino inevitable es que los ordenadores acaben convirtiéndose en nuestros amos: con su perfeccionamiento constante y exponencial llegaría un momento en que nos superarían rápidamente. La propia humanidad se habría visto superada por una de sus creaciones más evolucionadas: los robots controlados por ordenadores, y deberíamos someternos a su autoridad.
[7] Cfr. John Searle, Mentes, cerebros y ciencia, Ediciones Cátedra, colección Teorema, Madrid, 1985 y El redescubrimiento de la mente, Crítica, 1992. J. Searle rechaza la pretendida “inteligencia del ordenador” (y al mismo tiempo la de la “máquina de Turing”, símbolo del ordenador al que se atiborra de “datos” que suministra “respuestas”) con su famoso argumento de la “cámara china”: imagina que se encuentra encerrado en una cámara negra y que sólo puede comunicarse con el exterior mediante un teclado que tiene inscritos caracteres chinos. No sabe chino, pero dispone de las instrucciones adecuadas, esto es, de una guía que le indica qué sucesión de ideogramas debe dar como respuesta a tal o cual pregunta, también en chino. Si las instrucciones se han elaborado correctamente, podrá “responder” a las preguntas “sin haber comprendido nada de lo que está diciendo”, es decir, sin ninguna consciencia de ello. La diferencia entre un cerebro humano y un ordenador  (máquina biológica y máquina artificial respectivamente) es que el cerebro es una máquina con poder causal y el ordenador carece de ese poder y sólo una máquina con ese poder puede producir actividad mental, consciencia. La relación entre el cerebro y su mente no es, pues, análoga a la existente entre el ordenador y su programa: mientras que el ordenador es una máquina que actúa siguiendo mecánicamente un programa, algo que es únicamente sintáctico-formal, el cerebro computa con unidades significativas no definidas de un modo puramente sintáctico-formal.   
[8] Roger Penrose, La nueva mente del emperador, Grijalbo-Mondadori, Barcelona, 1999 y Las sombras de la mente, Crítica, Barcelona, 1996. Para Penrose el teorema de Kurt Gödel implica necesariamente la naturaleza no computacional de la mente humana. Constituye, ciertamente, el más avanzado ataque a la lógica moderna ya que proclama que cualquier intento por construir un sistema lógico completo y consistente será inevitablemente demolido por proposiciones indecidibles. Para una crítica de esta posición ver Hilary Putnam, Acerca de un mal uso del teorema de Gödel en la especulación sobre la mente, Revista de Libros, nº 3, marzo de 1997.
[9] John C. Eccles y Karl Popper, El yo y su cerebro, Editorial Labor, Barcelona, 1985.
[10] Por ello algunos neurólogos, como José María Rodríguez Delgado, reconocen que aunque el ordenador es infinitamente superior a la mente humana en velocidad (las señales en nuestro cerebro cerebro circulan con relativa lentitud ya que tardamos en pensar y decidir unos segundos mientras que el ordenador lo hace en nanosegundos) y en capacidad de realizar cálculos matemáticos y analizar y deducir teoremas y otras tareas formalizadas, no tiene la flexibilidad ni la capacidad del cerebro humano para manejar la inmensa cantidad de datos dispersos que alberga o significa la experiencia personal, ni la capacidad humana de sentir, emocionarse, apreciar los valores estéticos o, incluso, de saber gozar del sentido del humor.
[11] Mario Bunge, La nueva religión, El País, sábado 24 de marzo de 1984. Cfr. también su diáfano y lúcido ensayo El problema mente-cerebro, Tecnos, Madrid, 1985
[12] Luis Racionero, El culto al ‘chip’. La informática se presenta como la religión del siglo XX, El País, jueves 21 de abril de 1988. Y continúa: “O también en el caso de ponernos delante de una obra de arte, un hecho sensacional o una maravilla natural, la sensación desencadena estados afectivos y sentimentales que producen enervaciones físicas incontrolables por la razón, pasa a sentimiento, y éste, si es intenso, a emoción, disparando esa enervación fisiológica incontrolable, que se traduce somáticamente en lágrimas, escalofrío, náuseas o semblantes beatíficos”.
[13] Ibid.
[14] Cfr. G. Rattray Taylor, La era de los androides, en Revista de Occidente, nº 17, Año II. 2ª epoca, Madrid, Agosto de 1964 y Miguel Cruz Hernández, Hombre y Robot, Cuadernos BAC, Madrid, 1985.
[15] Como ha demostrado Antonio R. Damascio, L’Erreur de Descartes. La raison des émotions (Odile Jacob, 1995): “Ser racional no significa privarse de las emociones. El cerebro que piensa, calcula y decide es el mismo que ríe, llora y experimenta placer o desagrado. El corazón tiene razones, que  la razón… también conoce”. La emoción es uno de los componentes esenciales de la racionalidad humana.
[16] Lamentablemente no he logrado encontrar la referencia original, de la que en su momento tomamos algunas notas, pero creo que el ensayo se publicó en la revista Índice, en la década de los sesenta.


[17] Recordemos al respecto lo que escribía R. M. Rilke en El Libro de las Horas, en su poema 7 del Libro de la pobreza y de la muerte (en traducción de Luis Felipe Vivanco para la revista Escorial): “Porque nosotros somos la corteza y la hoja / nada más. La gran muerte que cada uno lleva / dentro de sí, es el fruto / en derredor del cual todo gravita”.



De poesía, literatura y A.I. (El poeta electrónico o la gélida poesía) 2, Tomás Moreno