jueves, 1 de marzo de 2012

HANNAH ARENDT: EL VALOR DE LA VIDA Y LA BANALIDAD DEL MAL

Esta vez, el profesor Tomás Moreno, nos lleva a la vida y obra de Hanna Arendt, filósofa y testigo de excepción del siglo XX, acaso uno de los pilares más importantes de la ética social de los últimas décadas se incorpora a la sección de microensayos de nuestro blog Ancile.


Hannah Arendt: El valor del vida y la banalidad del mal, Tomás Moreno




HANNAH ARENDT: EL VALOR 
DE LA VIDA Y LA BANALIDAD DEL MAL

“El milagro que salva al mundo, al dominio de los seres humanos, de la normal ruina, es en fin de cuentas la natalidad […] Es esta esperanza y esta fe en el mundo lo que encuentra, sin duda alguna, su expresión más sucinta y más gloriosa en esa pequeña frase del Evangelio, anunciando la buena nueva: que “nos ha nacido un niño” (La idea del amor en San Agustín, Hannah Arendt).

Hannah Arendt (1906-1975) es la tercera de las grandes pensadoras judías del pasado siglo que estamos comentando en esta serie de microensayos. Encarna en su vida y obra uno de los más valientes y emocionantes compromisos éticos en la lucha por el valor incondicionado de la vida humana y por la dignidad de todos los seres humanos, sin ninguna clase de distinción o excepción, que haya conocido el siglo XX. Aunque sólo sea por eso, merece la pena recordarla y detenernos un momento en glosar su figura y su pensamiento.
            Natural de Hannover (1906), de familia de judíos asimilados y de gran cultura. Su padre, Paul Arendt, era ingeniero y Martha, su madre, una mujer liberal y con estudios musicales. No eran practicantes, pero permitieron a su hija Hannah asistir al Sabat, a la sinagoga, con sus abuelos. Perdió a su padre con siete años. Recibió una educación abierta y sin prejuicios. En su casa había una buena biblioteca: los clásicos griegos y latinos saciarán su sed de conocimientos. Muy joven, antes de entrar en la universidad leyó a Kant, a Kierkegaard, a Jaspers.
Hannah Arendt: El valor del vida y la banalidad del mal, Tomás Moreno
            En su etapa universitaria elige estudiar filosofía en Marburgo, donde es alumna predilecta de Heidegger. Asiste al seminario de teología de Rudolf Bultmann, en compañía de su amigo Hans Jonas, y también -durante un semestre- a un seminario de Husserl en Friburgo. Su tesis doctoral versa sobre El concepto del amor en San Agustín[1], y es defendida en 1929, en Heidelberg, bajo la dirección de Karl Jaspers[2]. Cuando Hitler toma el poder en 1933, Hannah es encarcelada por la Gestapo. Desde 1934 a 1938 se exilia a París, donde reside durante 8 años. Allí conoce figuras como J. P.Sartre, Raymond Aron y Albert Camus; asiste a los seminarios de Alexandre  Kojève sobre Hegel, y coincide, entre otros pensadores y poetas, con W. Benjamin  y con W. H. Auden.  Asimismo conoce a Heinrich Blücher, que será su segundo marido (antes, en 1929, había estado casada con Günter Anders,). Mientras Heidegger es elegido por los nazis Rector de la Universidad de Friburgo (el 22 de abril de 1933), ella trabaja en París para una organización sionista.
            En 1941 Hannah emigra con su madre y su esposo a los EE.UU., donde trabaja como editorialista del periódico Aufbau, medio de expresión de los refugiados en lengua alemana para la reconstrucción cultural judía, y vuelve, esporádicamente, a Europa en 1949 (y se entrevista con Heidegger). Imparte clases en varias universidades estadounidenses (Princeton, Harvard) y sobre todo en la Universidad de Chicago (1963-1967) y en la New School for Social Research de Nueva York (1967-1975). Con ocasión del juicio de Adolf Eichmann en Jerusalen, en 1961, asiste al mismo como corresponsal del The New Yorker. Sus ideas influirán en P. Ricoeur, J. Habermas y J. F. Lyotard. Muere repentinamente en Nueva York el 4 de diciembre de 1975.
Hannah Arendt: El valor del vida y la banalidad del mal, Tomás Moreno
            Hannah Arendt  es unánimemente reconocida como una de las filósofas más grandes y originales del siglo XX y todo un clásico del pensamiento político contemporáneo. Para quien quiera hoy, reflexionar sobre el hombre, la condición humana, la vida del espíritu o sobre la democracia y la política de nuestro tiempo, o, incluso, solamente “pensar” con sentido y responsabilidad, el nombre y la obra de Hannah Arendt le serán ineludibles, imprescindibles. En su biografía, como hemos visto, se enhebra gran parte de lo más destacado de la filosofía del siglo XX: desde Jaspers a Heidegger, desde Bultmann hasta Hans Jonas. Su condición singular la sitúa en una perspectiva privilegiada para entender nuestro tiempo: mujer en una sociedad hecha a medida de los hombres, filósofa cuando el pensamiento es delito y judía en una época en que sus hermanos de raza padecían la persecución y el holocausto.
Pensadora heterodoxa para la intelectualidad de izquierdas durante la guerra fría, al equiparar el terror estalinista al nazifascista en los primeros párrafos de Los orígenes del Totalitarismo (1951)[3] -su primera gran obra, publicada en los EE.UU a donde había emigrado-, intentó refundar la noción de “política” desde una reflexión personal tanto sobre la condición humana en general, como sobre las consecuencias perversas que un sistema político totalitario -como el nazi- había  establecido en Europa apenas diez años antes, sistema en el que todos los seres humanos se volvieron igualmente superfluos, anonadables, carne de matadero, mercancía biológica traficable y transformable según una eficientísima lógica industrial.
Representa, con Walter Bénjamin, Edith Stein, Simone Weil, Primo Levi, Emmanuel Lévinas, también judíos/as testigos y victimas de la barbarie hitleriana, uno de los testimonios más lúcidos de la onerosa presencia del mal radical en el siglo XX y de sus trágicas consecuencias. En su amplia obra se dan cita intereses de crítica política e intereses filosóficos. Pero es la filosofía, sin duda, la que va a vertebrar y configurar la infraestructura conceptual y categorial de su teoría política. Y es Heidegger, la analítica existenciaria del pensador alemán, quien alentará ab initio su reflexión antropológica y política. Pero más que seguir fielmente al filósofo germano, Hannah Arendt se atreverá a subvertir la categorías principales de su maestro, ya que partiendo de premisas heideggerianas llegará en La condición humana[4] (1958) a conclusiones profundamente antiheideggerianas.
Hannah Arendt: El valor del vida y la banalidad del mal, Tomás Moreno
En efecto: mientras que las categorías que dominan Ser y Tiempo revelan un existencialismo en el que el Dasein es un ser para la muerte, Hannah Arendt sostendrá, por el contrario, que es el nacimiento, la natalidad o natividad (Gebürtlichkeit), más que la muerte, la condición fundamental de la existencia humana. Asimismo recogerá el solipsista concepto heideggeriano de “ser-en-el-mundo” -que en Heidegger carece de cualquier dimensión intersubjetiva o social- para dar un paso más allá al incorporar en esta noción el concepto de pluralidad, resultando de ello un “ser-en-el-mundo-con-otros”, que desplazará tanto el solipsismo como la muerte -del primer Heidegger- en favor de la pluralidad y de la natalidad  como categorías centrales de su pensamiento político, a la vez que mantendrá un concepto de acción entendida como interacción[5].
Una de las principales aportaciones de su obra La condición humana es, precisamente, la fundamentación filosófica y, más concretamente, antropológica de la teoría política. La gran pregunta que recorre esta obra en especial, y todas las suyas en general, es: ¿cómo hacer posible que el ser humano no sea superfluo o prescindible? La repuesta de Hannah Arendt, expresada y reiterada a lo largo de toda su producción teórica, es clara y contundente: es necesario, para ello, que la acción humana y la libertad sigan siendo posibles: la posibilidad de la acción humana en libertad, es lo único que puede salvarnos del totalitarismo. Ya, desde sus primeras reflexiones, su filosofía comienza siendo una crítica del totalitarismo y una indagación acerca de las causas de su aparición: el olvido de los demás seres humanos, el olvido de su inmarcesible dignidad.
Como ha señalado acertadamente Agustín Domingo Moratalla -en una excelente síntesis de sus aportaciones filosóficas-, para Arendt la causa del totalitarismo es la soledad. Es decir: el ser humano actual ha pensado que podía construir su identidad sin contar esencialmente con la presencia del otro, del prójimo. La ausencia de “compasión”, de amor o cáritas, por el “diferente” ha hecho que caigamos en la soledad y, en consecuencia, en la pérdida de nuestra personal identidad. Y sin identidad, los individuos son fácilmente manipulables, son sustituibles. Si realmente tuviésemos identidad, personalidad, o fuésemos seres de acción e iniciativa, el totalitarismo sería imposible[6].
Hannah Arendt: El valor del vida y la banalidad del mal, Tomás Moreno
Los individuos han caído en la soledad y los sistemas políticos del primer tercio del siglo XX  se volvieron totalitarios porque olvidaron lo más propio del ser humano: la capacidad de acción con y para los otros. La llamada modernidad ha confundido la acción, lo específico del hombre en cuanto humano (el bios polítikos), con otra(s) cosa(s): la mera y fatigosa labor/trabajo, característica del animal laborans o la penosa y esclavizante fabricación, propia del homo faber. “La filosofía de Arendt es una llamada de atención para que no olvidemos que somos seres de acción y libertad. Si sólo nos comprendemos, como hasta ahora, como seres de consumo y de producción (de trabajo o de fabricación), seremos superfluos y podremos ser sustituidos por cualquiera o por cualquier cosa, por ejemplo, una máquina. Es tarea de la política arendtiana la resistencia a que seamos prescindibles, intercambiables, cosificables como una mercancía o un objeto de consumo. A veces, recordar lo que somos -seres de acción, de libertad, de iniciativa, de creatividad- es la forma más revolucionaria de cambiar la sociedad”[7].
Su preferencia existencial por la vida activa (bios polítikós) frente a la vida contemplativa (bios teorétikós), dan fe de su pasión por la dimensión política y ciudadana del ser humano. Y es la pérdida de esa dimensión la que, para nuestra pensadora, explica la caída en la barbarie totalitaria, en la década de los treinta, y en la barbarie consumista, en nuestra sociedad industrial. Pues bien: esa pérdida y sus terroríficas consecuencias es la que Hannah Arendt trata de explicar y describir en Los orígenes del totalitarismo (1951) y la que la impulsan, más que a ser una filósofa stricto sensu,  a convertirse en pensadora política. Había, pues, que cambiar la metafísica del homo teórico contemplativo por la “comprensión del mundo de aquí”, del homo activo.
En 1943 se sintió horrorizada con las primeras noticias del exterminio de los judíos por los nazis: que unos seres humanos pudieran liquidar a otros como si fueran ganado, y que éstos se dejaran exterminar pasivamente, debía de tener una explicación. Hannah consagrará el resto de su vida a tratar de explicárselo y de explicárnoslo. Y, también, a plantearse: ¿Cómo tendría que actuar un ser moral en un mundo en el que la vida humana es prescindible, superflua? ¿Cómo recuperar la confianza en la sociedad civil? ¿Cómo sobreponerse al destino del mundo y abrirlo a una acción política emancipadora?
De la estupefacción de Hannah ante los crímenes del nazismo, que ella definió por primera vez como crímenes contra la humanidad, surgió el libro Los orígenes del totalitarismo. Por primera vez, una pensadora unía nazismo y estalinismo bajo un mismo concepto: “Totalitarismo”, que significaba, en su opinión, la supresión total y radical por parte de un Poder omnímodo, despótico y arbitrario de la auténtica actividad “política” (actividad de los ciudadanos libres para interactuar en el mundo) y, con ello, la anulación del derecho y de las reglas de juego democráticos, el control total sobre los individuos, la intervención indiscriminada en la esfera privada, la destrucción de cualquier ámbito de actividad independiente, la exclusión y discriminación de minorías consideradas hostiles, la anulación de las libertades básicas, la institucionalización de los campos de concentración para los disidentes y la guerra, el imperialismo, el exterminio sistemático de poblaciones, la instauración, en fin, como Derecho de Estado del desprecio absoluto hacia determinados grupos, clases o razas humanas considerados infrahumanos y hacia los seres humanos individuales, considerados poco menos que objetos prescindibles o desechables.
Más tarde, y en uno de sus más conocidos reportajes, el que escribió para The New Yorker sobre el proceso al criminal nazi Adolf Eichmann, Eichmann en Jerusalén[8] (1963). Hannah observó también que la maquinaria totalitaria necesita de asesinos semejantes a Adolf Eichmann, de seres incapaces de pensar, no malvados en sí, sádicos patológicos, sino malvados perfectamente normales, “gentes corrientes”, que sólo cumplían con su deber, que simplemente hacían su trabajo; como si en todo el proceso de destrucción de las personas (en los campos de exterminio con su propia y sofisticada metodología) los verdugos carecieran de motivos personales y de una total falta de deliberación al realizar su labor. Seres “banales”, grises, mediocres, educados para funcionar a pleno rendimiento, obedientes al servicio del Poder estatal. Estos “funcionarios del mal” son eficaces en la tramitación del exterminio, que cumplen como si se tratara de un simple deber profesional, de un mero expediente burocrático, dada su fidelidad al Estado y su sumisión a la Autoridad[9].
En la línea de H. Arendt, Zigmunt Bauman desarrolla su obra “Modernidad y Holocausto[10] (1989), cuyas tesis defienden la prioridad del sistema técnico-administrativo moderno -división del trabajo, burocratización, eficiencia, racionalidad instrumental etc.- sobre las voluntades individuales, en lo acontecido con la Shoah. Tesis cuestionada o matizada recientemente, por la obra de Daniel Jonah Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto[11] (1996), en donde a los factores técno-burocráticos habría que añadir la “voluntariedad”, esto es: la responsabilidad individual y colectiva de los ciudadanos alemanes ante y en la matanza.
Los crímenes son horrendos y los criminales banales, tipos mediocres, incapaces de pensar (ya que “pensar” implica tener imaginación para ponerse en el lugar del otro y empatizar con las “víctimas”). Para Arendt, la ausencia de pensamiento es la que genera el mal: esa ausencia induce y habitúa a las personas a aceptar lo primero que les impone la presión social de grupo -lo pensado por otros: bien de la ideología dominante o de lo políticamente correcto- como criterio de vida y de acción y eso, a la postre, implica, una rendición a lo dado o impuesto por el poder de turno, a la injusticia prevaleciente y a las conductas prescritas y acríticas. Así surge la banalidad del mal, el mal banal, ese mal generado por quienes no piensan demasiado en ello y que crece impecablemente entre las personas de orden.
En definitiva, el pensamiento es -debe ser- también, para Hannah, “caritas”, “amor mundi”, y entraña un compromiso “moral”. Ahora bien, quien “piensa” debe rebelarse frente a la opresión. Las “víctimas”, en la medida en que puedan, tienen que ofrecer resistencia. Hannah fue malinterpretada en este sentido por su beligerancia frente a la opresión. Pero la reflexión arendtiana sobre el mal radical de la violencia política nazi no se agotó con su monumental Los orígenes del totalitarismo: en 1970 nos sorprendió con una nueva reflexión Sobre la Violencia[12].
Hannah Arendt: El valor del vida y la banalidad del mal, Tomás Moreno
En esta obra, Arendt va a indagar sobre el tema de la secular vinculación entre el poder o la política y la violencia. La tradicional ecuación “Política = Violencia” no ha sido, en su opinión, aún superada, una vez vencidos los totalitarismos genocidas del pasado reciente. Para Arendt dicha vinculación es cuestionable y superable: la violencia no es necesariamente inherente a lo político, pues poder y violencia son fenómenos distintos, y, en su concepción de la política, antitéticos. Si hay violencia es que no hay política, en el sentido arendtiano stricto sensu.
Al considerar las constantes experiencias de la política como violencia -las continuas guerras, las constantes transgresiones de los acuerdos jurídicos internacionales, el uso del terrorismo como instrumento de acción política, la utilización indiscriminada de armas químicas y bacteriológicas por poderes estatales constituidos, las medidas represivas de Estados -democráticos o autoritarios- contra inmigrantes y refugiados, la multiplicación, en fin, de la denominada basura humana (ese enorme grupo de personas que carecen del derecho a tener derechos o que no pueden ser integradas al sistema capitalista de producción y consumo globalizado)-, nos preguntamos: ¿Es que Hannah Arendt nos puede ayudar a responder a esta cuestiones? La respuesta es muy simple: sí, leamos sus obras y meditemos serenamente con ella, al hilo de sus profundas y humanistas reflexiones[13]. Si lo hacemos encontraremos, sin duda, renovada nuestra esperanza en que otro mundo, más humano, más compasivo, más amable y vivible es todavía posible.
Tomás Moreno



[1] El concepto de amor en San Agustín, traducción de Agustín Serrano de Haro, Encuentro, Madrid, 2001.
[2] La había recomendado su profesor Heidegger, que quería alejarla de su lado, pues mantenían, por entonces, una relación amorosa insostenible  -él casado, con dos hijos, tiene 18 años más que ella y es filonazi, ella es una jovencísima estudiante y es judía. En 1996 la Revista de Occidente publica su Heidegger octogenario en donde analiza la figura de su maestro, su deriva nazi y su actuación en el Rectorado de Friburgo (H. Arendt, Martin Heidegger, octogenario, trad. de Julio Bayón, Revista de Occidente 1996, nº 187).

[3] Los orígenes del totalitarismo: 1. Antisemitismo (1981); 2. Imperialismo (1998); 3. Totalitarismo (1987), traducción de Guillermo Solana, Alianza, Madrid.
[4] La condición humana, traducción de R. Gil Novales, Paidós, Barcelona, 1993.
[5] Su fe y esperanza en el mundo (su amor mundi), escribe Silvie Courtine-Denamy,“tal vez encontró su más famosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: “Os ha nacido hoy un niño” . La fe que propone Hannah Arendt  es la fe en el valor intrínseco de todo ser humano, y en el amor en tanto que respuesta correspondiente ante la aparición de cada recién llegado susceptible de renovar el mundo común. Esta facultad milagrosa, taumatúrgica, de la acción, tiene sus raíces en la esperanza de la natalidad. Cuando Hannah Arendt trataba fuera de clase con algún joven estudiante en cuyas palabras descubría la esperanza de un nuevo comienzo del eterno humanum, tenía la costumbre, según cuenta Hans Jonas, de murmurar una de sus citas favoritas, un pasaje del Fausto de Goethe: “Pues la tierra los engendrará de nuevo, como hasta ahora los engendró”(II, acto III). Si bien este recién nacido no es de ningún modo, “un divino salvador”, la propia natalidad sí es, efectivamente, divina, pues la “salvación potencial del mundo reside en el hecho mismo de que la humanidad se regenera constantemente y por siempre jamás” (Tres mujeres en tiempos sombríos, op.cit., pp. 326-327). Sobre esta temática tan actual en tiempos de egoísmo hedonista, de relativismo moral y de nihilismo tanático y antinatalista como el nuestro, véase: Fernando Bárcena, Hannah Arendt: una filosofía de la natalidad, Herder, Barcelona, 2006.
[6] Areté, Ediciones SM. Madrid, 2002, p. 240.
[7] Ibíd., p. 240.
[8] Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, traducción de Carlos Ribalta, Lumen, Barcelona, 1999.
[9] Sobre Eichmann y la banalidad del mal véase el reciente ensayo de Michel Onfray, El sueño de Eichmann. Precedido de ‘Un Kantiano entre los nazis’, Gedisa, Barcelona, 2009. En él el filósofo francés indaga en la supuesta responsabilidad de una tradición cultural y moral alemana que desde Lutero y Kant prescribe la imposibilidad ética de la desobediencia a las leyes positivas (¡aunque sean injustas!). Primo Levi, el autor de Si esto es un hombre, resume así los argumentos que Eichmann adujo en su defensa ante el tribunal de Jerusalén: “Nos educaron en la obediencia absoluta, en la jerarquía, en el nacionalismo; nos han atiborrado de ceremonias y manifestaciones; nos han enseñado que lo único justo era lo que favorecía a nuestro pueblo, y que la única verdad eran las palabras del jefe. ¿Qué queríais que hiciéramos?” (Cfr. Los hundidos y los salvados, Muchnick Editores, Barcelona, 2001, p. 26).
[10] Madrid, Sequitur, 1997. Para Bauman el holocausto es ininteligible sin esta cosmovisión totalitaria en su base: la imagen procustiana del mundo como un jardín que hemos de modificar y manipular hasta ajustarlo a las exigencias ideológicas de modo que sea “lo que debe ser”. Este tipo de cosmovisión genera al tiempo una cirugía extrema y una indiferencia moral ante el sufrimiento, tendiendo a considerar a los que no se ajustan a su molde como “personas superfluas” (en expresión de Arendt).
[11] Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto, traducción de Jordi Fibla, Taurus, Madrid, 1997.
[12] On Violence,  Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1970.
[13] Otras obras de Hannah Arendt dignas de destacar serían Hombres en tiempos de oscuridad, traducción de C. Ferrari y A. Serrano de Haro, Gedisa, Barcelona, 1989 (en la que comenta autores como Walter Benjamín, Isac Denisen, Hermann Broch); La vida del espíritu, traducción de Carmen Corral, notas de Fina Birulés, Paidós, Barcelona, 2002; Sobre la revolución, traducción de Pedro Bravo, Alianza, Madrid, 1988.




Hannah Arendt: El valor del vida y la banalidad del mal, Tomás Moreno

3 comentarios:

  1. Muy a tener en cuenta con Walter Benjamin.
    Gracias por estos trabajos muy bien estructurados
    en su pensamiento.
    Ignacio Bellido

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  2. Esta lectura es de suma importancia para el pensamiento actual, una referencia que señala el rumbo. Hannah y su fe en el valor intrínseco de todo ser humano nos devuelve la fuerza para no olvidar quienes somos.
    Gracias Francisco Acuyo, gracias Tomas Moreno!
    Un saludo cordial

    Jeniffer Moore

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  3. Durante mi juventud leí obras filosóficas, desde los griegos, hasta principios del pasado siglo. Después lo dejé a un lado, me dediqué a leer otro tipo de obras, como si no hubiera nada nuevo en aquel campo del pensamiento filosófico, como si la realidad que vivía en carne propia fuera negación de cualquier lógica, invitación a la enajenación. Ahora me he asomado a esta autora y he quedado enganchado a su personalidad, a su visión de la "contamporanidad". Así que me siento dispuesto a leer filosofía de nuevo. Muchas gracias, Acuyo, por traer este trabajo magnífico. Un abrazo, amigo.

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